“¿A qué huelen las nubes?” Así empezaba el anuncio de una famosa marca de compresas, cuyo eslogan taladró nuestra memoria, incrustándose en ella por los siglos de los siglos. Una buena estrategia de márketing, sin duda. Pero dejando esto a un lado: ¿realmente es una pregunta con respuesta?

En realidad, estas algodonosas estructuras están formadas en su mayoría por gotitas de agua, una sustancia que, como solíamos aprender en el colegio, es “insípida, incolora e inodora”. Por lo tanto, está claro que las nubes no huelen, pero el tema de la lluvia ya es otro cantar.

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Pocas cosas huelen mejor que la tierra húmeda justo antes de la lluvia, durante el chaparrón o incluso después. De hecho, tal es la embriaguez de su aroma que cientos de perfumistas a lo largo de la historia han intentado captarlo sin éxito y muchos científicos han analizado su origen, llegando incluso a ponerle nombre propio. De esto se encargaron en 1964 los australianos Isabel Bear y R.G. Thomas, que acuñaron el término "petricor" para hacer referencia a este aroma, procedente de la unión de varias sustancias, que se entrelazan entre sí para dar lugar a uno de los olores más atractivos para el ser humano.

Cuando los olores del cielo y la tierra se unen

El petricor procede principalmente de tres componentes, dos situados en la tierra y otro en la atmósfera. Este último se da durante las tormentas eléctricas, cuando los rayos dividen las moléculas de oxígeno, cuyos átomos se recombinan de nuevo, dando lugar a la formación de moléculas de ozono. Este, a su vez, tiene un olor muy característico que individualmente no resulta agradable, pero contribuye a los matices del aroma a lluvia.

Mientras tanto, algunas plantas secretan aceites muy aromáticos, que son liberados al aire con las primeras gotas de lluvia. Pero, sin duda, las principales protagonistas de esta obra son las actinobacterias. Aunque su papel en el olor de la lluvia ya era más que conocido, los mecanismos que conducen a su esparcimiento fueron descritos en 2015, en un artículo publicado en Nature por dos investigadores del MIT.

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Estas bacterias viven en el suelo, tanto de zonas urbanas como rurales, e incluso en ambientes marinos. En cualquiera de estos entornos se encargan de descomponer materia orgánica en sustancias más sencillas, que puedan servir como nutrientes a plantas y otros microorganismos. De este proceso se liberan varios subproductos, entre los que se encuentra la geosmina, un compuesto alcohólico de olor muy característico y responsable también del sabor terroso de algunos vegetales, como la remolacha.

En periodos de sequía estas bacterias se encuentran menos activas. Sin embargo, justo antes de que empiece a llover, el suelo se humedece, dando lugar a una mayor actividad y, con ello, un incremento en la producción de geosmina. Finalmente, cuando las gotas de agua comienzan a impactar con el suelo, especialmente si este es poroso, tanto esta como otras sustancias asociadas al petricor se liberan en forma de aerosol y son dispersadas a través del viento. Si la lluvia es muy fuerte, podrían salpicar más y ser desplazadas hasta áreas muy alejadas, alertando de la lluvia que está por llegar.

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Aunque otros alcoholes también tienen olores muy potentes para el ser humano, ninguno alcanza la intensidad de la geosmina, que puede ser detectada en proporciones tan bajas como unas pocas moléculas por cada trillón de moléculas de aire, según el artículo publicado en The Conversation por el profesor de ciencias de la atmósfera Tim Logan.

Finalmente, estos olores se unen para dar lugar a ese aroma que a todos nos encanta. ¿Pero por qué nos gusta tanto? No hay una respuesta para esta cuestión. Sin embargo, existe la teoría de que nuestro cerebro evolucionó para ello, ya que la lluvia era un buen presagio para las cosechas de nuestros antepasados. Lo sigue siendo para los agricultores de hoy en día. En cuanto a quienes no se dedican al campo, siempre les quedará el placer de oler a tierra mojada mientras corren bajo la lluvia.