Cuando la adaptación de una novela como serie televisiva sobrepasa el punto narrativo del texto, sobre todo si esta es tan satisfactoria como la de **The Handmaid's Tale (Bruce Miller, desde 2017)*, uno no puede evitar sentir cierto temor a que sus guionistas no hayan interiorizado de veras sus claves fundamentales, el meollo esencial de su trama y, por supuesto, las esencias de sus protagonistas, y que por esa razón descarrile a partir de la temporada en que no tengan más remedio que inventarse un nuevo desarrollo de su historia. Pero casos hay, como el de la interesantísima The Leftovers* (Damon Lindelof y Tom Perrotta, 2014-2017), en que las temporadas sin brújula textual han superado con creces a las previas; y si la continuación de la obra de Miller se halla al menos a la altura de lo ya visto, lo supera en la complejidad de las interacciones de los personajes y la ambivalencia en la personalidad difícil de estos.
Como Perrotta es el autor de la novela adaptada con Lindelof, la escritora Margaret Atwood participa en calidad de asesora para la expansión de la suya en la pequeña pantalla, conque ello debería servirnos para tener fe en el resultado. Y tan fácil como sentarse a contemplar la segunda temporada completa de The Handmaid's Tale para percibir, sin ningún género de dudas, que **sus responsables han sabido respetar tanto la idiosincrasia del régimen horrible de Gilead y de los seres ficticios que lo sufren o lo apoyan como el corazón feminista y antitotalitario de su aproximación cinematográfica**, y así, mantener todo aquello que hace reconocible a la serie televisiva, estilo incluido, esa elaboración que se le antoja tan sumamente criticable a los que aseguran sin ningún sentido que “la ética choca con la estética” aquí, como si la crudeza argumental sólo se pudiese exponer con los ingenuos modales sectarios del movimiento Dogma.
Deliran los que defienden que preocuparse por componer secuencias cinematográficas violentas con todos los recursos a nuestro alcance, puliendo la presentación de las imágenes de esa brutalidad, que debe horrorizarnos, más o menos dentro del academicismo, parece contradictorio con el enfoque ético oportuno, una ocurrencia desnortada, pues lo único que importa es cuáles son las emociones sinceras se logra despertar en los espectadores y si coinciden con los propósitos que se tuvieran; y **no habría disparate mayor que sugerir que cuantos hemos visto las dos temporadas de The Handmaid's Tale no hemos experimentado el absoluto desasosiego y el horror que se deseaba y, oh, que nos hemos sentido exclusivamente maravillados por un simple ejercicio esteticista**. Y plantear otra cosa es como decir que para mostrarnos lo mismo en literatura sólo vale un estilo tosco y directo, sin filigranas. Que es una opción, sí, pero no la única posible, eficaz ni aceptable.
De modo que bienvenida sea otra vez la barroca planificación visual con sus hermosos planos cenitales, sus simetrías y su cámara lenta para intensificar la perturbación del público, y la cálida fotografía de Colin Watkinson y Zoe White, y la banda sonora ambiental de Adam Taylor, estridente y abrumadora o ligera y dulce cuando corresponde. Puesto que la mayor diferencia entre la temporada uno y la siguiente no es de rango estético, sino argumental y dramático: si antes el foco se colocaba sobre el miedo terrible que experimentan las víctimas múltiples del totalitarismo en la república de Gilead, un miedo atroz que lo devora todo, la segunda temporada ha evolucionado hasta enseñar lo que conduce a oponerse activamente a él, todo lo que es útil para plantar la semilla de la rebelión contra su repulsivo régimen teocrático, desde lo más íntimo y psicológico muy especialmente hasta la organización de resistencia de las personas que podrían hacerlo caer.
En la primera temporada, cuyo último tramo ya apuntó a la necesaria desobediencia de todas formas, los aterrados personajes protagonistas se limitaban a procurar sobrevivir y agarrarse a cualquier resquicio de luz entre las tinieblas totalitarias, a aquello que les pudiera procurar aunque fuese un bienestar efímero o algo de insensata esperanza. Pero ahora la intención de socavar el indignante statu quo, ya sea echando mano de la manipulación en un peligroso juego de influencias y de poder con el enemigo en casa o atreverse a huir, insistiendo con obstinación una y otra vez a pesar de los reveses del monstruo de la tiranía que apuntala el miedo devorador. Y qué equivocados sabemos hoy a los que no percibían más que porno de tortura en la segunda temporada por un solo episodio que se había emitido, y a los que descubrieron una absurda misoginia por el antagonismo femenino cuya exclusividad no puede haberse evidenciado falsa con mayor contundencia.
Qué penita da la sospecha ideológica de aquellos críticos de gatillo fácil antes de tiempo, que ni se molestan en ahondar para comprender lo que entrañan los personajes. Y es en este ciclo cuando mejor hemos captado el carácter complejo de los principalísimos, sus contradicciones internas y su ambigüedad, desde la ternura empática y la astucia maliciosa e imprudente de la criada June Osborne (Elisabeth Moss), a la que la ira por lo injusto consume ahora tanto como a su compañera Emily (Alexis Bledel); los vaivenes en la voluntad, la actitud, el trato y la resistencia de la esposa Serena Joy (Yvonne Strahovski) a reconocer lo perverso del régimen; el reverso tenebroso del comandante Fred Waterford (Joseph Fiennes), escondido tras su aparente rectitud y amabilidad; hasta el fanatismo jubiloso de la pérfida tía Lydia (Ann Dowd), que no le impide preocuparse honestamente por las criadas a su cargo e incluso abogar por ellas sin que le tiemble el pulso ante un castigo salvaje.
Ciertas porciones del texto de la voz en off de June siguen la novela de Atwood, como algunas secuencias de su pasado, y la estructura narrativa insiste en el uso de flashbacks para que entendamos por qué se comporta de la manera en que lo hace, los motivos profundos de su conducta que se esconden en los recuerdos de su vida antes del terror al que Gilead ha sometido sin contemplaciones a los ciudadanos de lo que años atrás era Estados Unidos. No se trata de un procedimiento novedoso en absoluto, y su mayor prodigalidad quizá la encontramos en la insuperable Perdidos (J.J. Abrams, Jeffrey Lieber y Lindelof, 2004-2010), pero cumple muy bien su función. Y, en esta segunda temporada, no se limitan a hurgar en la memoria de June, que también es la de Luke Bankole (O-T Fagbenle) y Moira (Samira Wiley), sino que otros personajes se ven agraciados con ello. Pero los hay muy jugosos a los que uno desearía de veras que fueran tratados de la misma forma en futuras temporadas, un anhelo semejante en fuerza a **conocer pronto a dónde llegará la compleja semilla de la rebelión que han plantado en el espíritu de las duras heroínas de The Handmaid's Tale**.