Como suele ocurrir con otros asuntos, **el síndrome de Asperger se ha vuelto bastante popular por las aproximaciones que el cine y la televisión han hecho* al mismo, con películas como el drama romántico Adam (Max Mayer, 2009) o la comedia dramática de animación stop motion Mary and Max (Adam Elliot, 2009) y, por supuesto, *la sitcom The Big Bang Theory (Chuck Lorre y Bill Prady, desde 2007), en la que el físico Sheldon Cooper, interpretado con genio por Jim Parsons, es quien padece el síndrome*. Este trastorno del espectro autista fue acuñado por la psiquiatra británica Lorna Wing en la revista Psychological Medicine* en febrero de 1981, de modo que reconoció así el trabajo de su colega austríaco Hans Asperger, que había expuesto las características del síndrome en 1943.
Cualquier televidente que haya visto al doctor Cooper en acción sabrá identificarlas: un carácter egocéntrico y carente de empatía, credulidad, lenguaje pomposo e ineptitud para reconocer dobles sentidos, intereses muy concretos en los que se concentra como una obsesión, rutinas inflexibles, un tono de voz monótono, torpeza inconsciente en las interacciones con otras personas y un círculo social escaso, todo ello en grados distintos según cada individuo autista. Personajes célebres han sido diagnosticados con el síndrome, como la cantante escocesa Susan Boyle, el actor inglés Paddy Considine, el galés Anthony Hopkins y la yanqui Daryl Hannah o el tenista chileno Marcelo Ríos, y otros de fama menor, como la modelo estadounidense Heather Kuzmich, la zoóloga coterránea Temple Gradin, el músico australiano Craig Nicholls, el hacker escocés Gary McKinnon, el naturalista británico Chris Packham y el pintor londinense Peter Howson.
Pero el conocimiento generalizado de unas peculiaridades psíquicas, como ya ocurriera antes con la superdotación intelectual, conduce a que la gente se aficione a buscarlas en otros, especulando con alegría en absurdas investigaciones de estar por casa; e incluso aquellos expertos en psiquiatría a los que se les supone mayor sensatez y miramientos científicos. No por nada el doctor Fred Volkmar, profesor de Psiquiatría Infantil, Pediatría y Psicología en el Centro de Estudios Infantiles de la Universidad de Yale, jefe de Psiquiatría en el Hospital Yale-New Haven y uno de los que desarrollaron la definición de autismo que usa la Asociación Psiquiátrica Americana, asegura que, “desafortunadamente, hay una especie de industria casera dedicada a descubrir que cualquiera tiene Asperger”, y eso con anterioridad a su auge evidente en el cine.
Basta una búsqueda rápida en Google sobre supuestos famosos con el síndrome de Asperger para percibir las cotas de exceso a que se ha llegado con él. Entre los distinguidos con tal honor se encuentran, por ejemplo, el empresario informático Bill Gates, los cineastas Woody Allen, Steven Spielberg y Tim Burton, los actores Dan Aykroyd, Keanu Reeves y Michael Palin, el diseñador de videojuegos japonés Satoshi Tajiri o los deportistas Lionel Messi y Michael Phelps, ninguno de los cuales lo padece. Y hasta los hay que se han autodiagnosticado descabelladamente el síndrome, como el programador Bram Cohen, responsable del protocolo P2P y de BitTorrent; Vernon Smith, galardonado con el Nobel de Economía en 2002; o los músicos Gary Numan y Adam Young.
Y no sólo eso, pues algunos se han lanzado también a por el diagnóstico póstumo, incluyendo al periodista estadounidense Norm Ledgin, al psiquiatra irlandés Michael Fitzgerald, al especialista sueco Lars Christopher Gillberg y al conocido neurólogo inglés Oliver Sacks; y entre los personajes célebres a los que se señala como posibles Asperger tenemos a los científicos Isaac Newton, Henry Cavendish, Charles Darwin, Alan Turing y Albert Einstein, a los inventores Nikola Tesla y Thomas Alva Edison, al filósofo Ludwig Wittgenstein, al empresario automovilístico Henry Ford, a los escritores Jane Austen, Hans Christian Andersen, Lewis Carroll, James Joyce, Mark Twain, William Butler Yeats y George Orwell, a los directores de cine Alfred Hitchcock, Jim Henson y Staley Kubrick, a los músicos Wolfgang Mozart, Ludwig van Beethoven, Glenn Gould, Michael Jackson y Syd Barret, al escultor, pintor y arquitecto Michelangelo Buonarroti, al artista plástico Andy Warhol, al historietista Charles M. Schulz o al presidente estadounidense Thomas Jefferson.
Aunque algunas de estas propuestas puedan resultar razonables considerando las informaciones de que disponemos, como en lo que se refiere a Cavendish, Wittgenstein, Gould o Jefferson, el propio Sacks reconoció que muchos de estos diagnósticos retrospectivos son “muy endebles en el mejor de los casos”; y las conclusiones de Fitzgerald en Autism and Creativity: Is There a Link Between Autism in Men and Exceptional Ability? (2004) fueron calificadas en *The British Journal of Psychiatry* como “pseudociencia encubierta” por la psiquiatra británica Sabina Dosani, que concluía su reseña así: “Las declaraciones que hace, como que «otro punto importante que surge de este libro es que el espectro autista es muy amplio y este libro lo amplía aún más», parece tan absurdo como alterar arbitrariamente la definición de fiebre para encajar con la hipótesis de que hay un vínculo entre la pirexia y el genio”. Más claro, agua; y también sirve para The Genesis of Artistic Creativity: Asperger’s Syndrome and the Arts (2005), el siguiente libro de Fitzgerald.
Porque, como este psiquiatra imprudente, lo que muchos otros consiguen al asumir que personas talentosas y algo excéntricas sufren o sufrían el síndrome de Asperger es convertir la creatividad y el genio en una patología. Y los diagnósticos póstumos, por muy cabales que nos puedan parecer, no deben ser tomados en serio por la ciencia, los periodistas ni los ciudadanos que buscan informarse porque se basan en testimonios de segunda mano y en pruebas anecdóticas, siempre insuficientes, no en la observación clínica y disciplinada del individuo en cuestión. Además, el psiquiatra estadounidense Paul Steinberg advirtió en *The New York Times* en enero de 2012 de “una marea de creciente patologización”, y de que este trastorno “se ha convertido en una parte de nuestro paisaje cultural”, pero “las personas con discapacidades sociales no son necesariamente autistas, y darles diagnósticos dentro del espectro autista les hace realmente un flaco favor”. No le sigamos, entonces, el juego a los que creen descubrir un síndrome de Asperger en cada cabeza con la que se cruzan; por el bien de aquellos que necesitan un diagnóstico preciso, y de la ciencia.