Cuando Disney anunció que se preparaba para adaptar a cine de imagen real algunos de sus clásicos de animación, uno de los temores que se adueñaron de los cinéfilos fue que se limitase a realizar una simple traslación de sus guiones y casi plano a plano de estas famosas películas. En lo que respecta a **La Bella y la Bestia, dirigida por Bill Condon con un lujoso reparto y estrenada este 2017**, no hay discusión posible: salvo por algún añadido puntual, como aquel sobre la infancia de Bella, a la que encarna una anodina Emma Watson, y su difunta madre, estos temores no parecen infundados en modo alguno. Muy en especial si tenemos en cuenta que el filme carece de energía en todos los sentidos, ya que ni el romance insulso, ni los personajes vacuos y caricaturescos ni los desangelados números musicales la conducen a otra cosa.
Pero, al margen de la polémica acerca de si la relación de la protagonista y el príncipe encantado es tóxica, fue un añadido muy diferente el que desató otra sumamente lamentable cuando fue anunciado por el propio director en una entrevista: **la evidente homosexualidad de uno de los personajes secundarios, LeFou, al que encarna Josh Gad. Ante esto, los espectadores homófobos de todo el mundo se echaron las manos a la cabeza**, máxime por el atrevimiento que percibían en que personas con esta inclinación sexual apareciesen en un filme destinado al público infantil: pobres niños; protegedlos, no permitáis que vean esta adaptación, no sea que conozcan algo tan indiscutible como la diversidad sexual humana, un hecho que no cabe en la estrechez ideológica de quienes prefieren seguir abrazando los prejuicios de la Edad de Bronce.
Y todo fueron **quejas fervorosas, diatribas de los más radicales contra “los espíritus demoníacos que están usando La Bella y la Bestia para reclutar a los niños en la homosexualidad”, negativas a proyectarla, risibles proposiciones de boicot a la película en Occidente, subidas de la edad recomendada para acudir a verla y censura de las escenas correspondientes o prohibiciones directas en algunos países**, un espectáculo digno de épocas históricas más sombrías que no ha impedido que el filme ya sea uno de los más taquilleros de la historia. En la polémica, claro está, también llevaron la voz cantante los que reprochaban su actitud a los homófobos; y hubiese sido conveniente que su esfuerzo hubiera llegado hasta el análisis de cómo enfocan a los personajes homosexuales en la propia película.
Vaya por delante que cualquier juicio acerca de una inclinación sexual personificada en un ser de ficción concreto se encuentra fuera de los límites de la crítica cinematográfica y, por tanto, no debe influir en la misma si no daña la verosimilitud de la narración. La ideología no es un valor artístico, pero podemos examinarla, y **la forma en que se representa a los homosexuales en La Bella y la Bestia deja mucho que desear: la caracterización de LeFou es la de lo que algunos llamarían un mariposón bailarín, enamorado del más machote del pueblo, que sólo sirve para provocar hilaridad y patetismo, por lo que resulta imposible sentir respeto por él ni cuando cambia de bando. Está ahí para que nos riamos de él, no para dignificarse en última instancia por mucho que lo pretendan.
Pero la guinda de esto cae sobre tan desastroso pastel cuando juntan finalmente a LeFou con otro personaje, el cual se había distinguido en cierto momento por agradarle vestirse de mujer, lo que revela otra idea absolutamente errónea de los guionistas: los hombres travestis son heterosexuales en una mayoría holgada, porque no tiene nada que ver la propensión o el gusto por ataviarse con ropa que se considera femenina y sentir atracción hacia personas del mismo sexo que uno, y la simpleza de vincular ambas circunstancias se debe a que confunden la identidad, el rol y la inclinación en la esfera de la sexualidad humana. Y, por lo visto, como también se entiende que son los dos únicos homosexuales del pueblo, hay que sugerir que entablarán una relación amorosa porque sí, como si a una persona gay le diese igual uno que otro para enamorarse** y ocho que ochenta.
Y no es que el personaje de un hombre gay no pueda caracterizarse así, de cualquiera de los dos modos, dado que la igualdad de trato elimina los privilegios. Pero no es de recibo sacar pecho primero por una supuesta normalización de la homosexualidad en *Disney, que ya había incluido besos de gais en la serie animada Star vs. the Forces of Evil (Daron Nefcy, David Wasson, Jordana Arkin, desde 2015)*, y luego ofrecer en las individualizaciones los tópicos más rancios, salidos de la homofobia reinante tantísimo tiempo, y de la incomprensión y la ignorancia más supinas sobre la realidad de las personas homosexuales, tan variopinta de veras.
Y esto es más triste si consideramos que *Condon ya había dirigido antes sendas películas que abordan la homosexualidad de una manera respetable: Gods and Monsters* (1998), que muestra los últimos días del cineasta gay James Whale, y Kinsey (2004)**, nada menos que sobre el estudio de uno de los responsables de la revolución sexual de los últimos años sesenta. Polémico es que haya que aguantar manifestaciones homófobas a estas alturas del árbol del conocimiento humano pero, por la misma razón, lo es que quienes tratan de normalizar la presencia en el cine de colectivos históricamente discriminados recurran a caracterizaciones que ya apestan a poco que uno acerque la nariz.