Escribo estas líneas a menos de 24 horas de acabar las siete primeras temporadas de Gilmore Girls. Fue una maratón de 153 episodios en dos meses y medio, un promedio de dos al día. Pretendía poder ver la nueva temporada pero sobre todo quería entender el fenómeno de una serie que todo el mundo describe como “para chicas”, a veces con cierto tono despectivo.

Sobre feminismo e igualdad he aprendido mucho en los últimos años. Como hombre blanco me considero privilegiado y por lo tanto incapaz de ver miles de problemas y situaciones que enfrentan las mujeres todos los días por lo que, con el tiempo, aquello de “eso es para chicas” me ha terminado generando bastante ruido y molestias.

Gilmore Girls llegó a la TV americana en octubre del 2000 compuesta de un elenco amplio pero con historias que hacen foco en la vida de Lorelai y Rory Gilmore, madre soltera e hija única viviendo en un pequeño pueblo ficticio ubicado en Connecticut llamado Stars Hollow. A primera vista una serie más sobre la vida de mujeres y sus relaciones amorosas pero en realidad se trata de una propuesta que al día de hoy sigue siendo poco convencional: guiones muy extensos, por momentos bastante complejos haciendo constantes referencias a la cultura pop moderna y contemporánea.

La velocidad de las conversaciones, la forma en que se desarrollan las relaciones interpersonales y el ritmo general de la serie son comparables a The West Wing o Studio 60 in the Sunset Strip. Sí, hay muchas más similitudes entre Gilmore Girls y alguna de las creaciones de Aaron Sorkin para dramas transmitidos en TV a la Grey’s Anatomy.

Amy Sherman-Palladino, creadora de la serie, supo diferenciar a la serie desde el primer episodio explorando la importancia de la amistad, la fidelidad y los altibajos de las relaciones de pareja. También puso sobre la mesa problemáticas tan importantes como los retos a los que una madre soltera se tiene que enfrentar, el difícil acceso a la educación de calidad en la sociedad americana y las divisiones generacionales o socioeconómicas.

La serie también busca resaltar valores como el feminismo, la igualdad, romper la noción que las mujeres son menos inteligentes, capaces, emprendedoras o fuertes. Sobre todo logró centrar y poner como protagonistas a dos mujeres caracterizadas por su fortaleza y no por las parejas elegidas.

No tomó más de diez episodios para molestarme cuando me preguntaban por qué veo una “serie para chicas”, entendiendo, ahora mejor que nunca, el sutil machismo detrás de la pregunta, como si un producto audiovisual centrado en la vida de dos mujeres fuese inferior, menos interesante, menos importante, poco profundo o simplemente una telenovela disfrazada de serie.

Las cosas importantes, pero de forma sutil

Sherman-Palladino supo balancear dos aspectos clave en el desarrollo de Lorelai y Rory haciendo constantes referencias a gustos culturales de madre e hija: Joy Division, Nick Cave, Johnny Cash, Rush, XTC, Bjork, The Bangles, la presencia de uno de los mayores rockstars de los 80s actuando en la serie, pósters de Planed Parenthood, Fahrenheit 9/11, libros de Nietzsche, Baruch Spinoza, Orwell, Tolstoy, Charles Dickens, Shakespeare, Andre Dubus III, Gore Vidal, entre literalmente miles más pueden verse a lo largo de la serie. De hecho, durante las siete temporadas se muestran 339 libros distintos.

Pero también nos mostraba a dos mujeres que se enamoraban y se desenamoraban como algo normal, que se enfrentaban al clasismo rancio de una madre/abuela que no soportaba que Lorelai haya criado sola a su hija, sin casarse, sin la ayuda del hombre, y sin el soporte económico que la familia le pudo haber dado.

Fue un mensaje sutil, pero contundentemente feminista (viene un spoiler) cuando Rory simplemente no le dio la gana de responderle el te amo a su novio Dean, cuando siguió aguantando los desplantes de adolescente de Jess y cuando ni se planteó aceptar la propuesta de matrimonio de Logan y mantenerse firme en su decisión de convertirse en una periodista de éxito.

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En Gilmore Girls es normal que la emprendedora de éxito sea Lorelai, que los vulnerables inseguros sean sus novios (Luke es incapaz de mirar más allá de su restaurante, Christopher se hace millonario no por sus propios méritos, sino por una herencia y es especialista en huir al mínimo conflicto). Es normal que sea Lane, la mejor amiga de Rory, quien impulsa la creación de su banda de rock, es normal que sea ella quien se enfrenta a su madre conservadora, para luego armar con ella la primera gira del grupo.

En perspectiva, Gilmore Girls supo desenmascarar el conservadurismo rancio de la sociedad americana (la serie fue transmitida durante los dos mandatos de George W Bush) con absoluta elegancia. Un valor que hoy vuelve a estar muy al frente con la victoria de Donald Trump.

Sí, la serie tiene bastantes fallos, That Damn Donna Reed (temporada 1, episodio 14) es particularmente ofensivo con Rory disfrazándose de ama de casa de los cincuenta para contentar a su primer novio. El no-tratamiento sobre el aborto choca con los demás valores tratados en la serie, en mi opinión la relación entre Sookie y Jackson por momentos parece una apología de la familia destinada a fabricar bebés, una especie de doble moral por parte de Sherman-Palladino y demás guionistas.

Dos años atrás hubiese dicho que tal vez no es necesario usar un programa de TV para destapar y poner en evidencia valores conservadores de la sociedad americana. Hoy creo que vuelva a ser necesario. Hoy se estrena la nueva temporada de Gilmore Girls que regresa nueve años más tarde gracias a Netflix. Ojalá esos principios que identificaron a la serie en su momento estén más presentes que nunca.

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Inicié el artículo diciendo que me considero un privilegiado por ser hombre y blanco. Series como esta me hacen abrir aún más los ojos y avergonzarme cada vez más por esos comportamientos machistas del día a día, los que no vemos pero que poco a poco se van evidenciando.

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