Cuando alguien talentoso fallece antes de tiempo, como el compositor James Horner al estrellarse cuando pilotaba una avioneta no lejos del Bosque Nacional de Los Padres y de Santa Bárbara (California), uno no puede evitar plantearse qué obras podría habernos regalado en el futuro si continuase con vida, qué posibles maravillas y qué satisfacciones nos habremos perdido. Es la otra cara de la misma moneda: morir y desatender por razones de fuerza mayor el arte venidero o que mueran los artistas a deshora y se frustre nuestro deseo de disfrutar con la que pudiera ser su futura labor; la triste historia de la mortalidad y el amor por la cultura.
Una vida dedicada a la música para el cine
Puede decirse que la consagración de James Horner al séptimo arte le viene de familia. Nació en Los Ángeles, la ciudad que alberga el distrito de Hollywood, en 1953, siendo hijo de dos inmigrantes austríacos, Joan y Harry Horner. Su padre llegó a Estados Unidos siguiendo al actor y director Max Reinhardt, con el que había empezado su carrera en Viena, y fue el encargado del diseño de producción de películas como The Heiress (William Wyler, Su padre, Harry Horner, ganó dos Oscar al Mejor Diseño de Producción
1949), por cuyo trabajo ganó un Oscar, Born Yesterday (George Cukor, 1950), The Hustler (Robert Rossen, 1961), que le valió su segundo Oscar, o They Shoot Horses, Don't They? (Sydney Pollack, 1969). Además, su hermano menor Christopher ha ejercido diversas labores en la industria cinematográfica.
Con estos mimbres, no es de extrañar que James acabara componiendo bandas sonoras. A los cinco años comenzó a tocar el piano, estudió en el Royal College of Music de Londres, logró licenciarse en música y el grado de maestro en la Universidad del Sur de California y, después de algunas colaboraciones con el American Film Institute, concluyó su etapa de enseñanza académica en la UCLA y se dedicó de lleno a componer melodías para el cine.
Sus partituras se caracterizan por una composición descriptiva y un lirismo instrumental que recuerdan a las grandes sinfonías de antaño, pero con una sorprendente versatilidad genérica y, a la vez, una impronta estilística que las hace inconfundibles al margen del tiempo entre unas y otras; y es precisamente esta virtud, la capacidad para afrontar distintos retos musicales y dejarles su propia huella, lo que le señala como un autor indiscutible.
Tiene en su haber docenas de bandas sonoras para cortos y largometrajes en pantalla grande y chica, como la deLas bandas sonoras que compuso para 'Leyendas de pasión', 'Braveheart', 'Una mente maravillosa' y, sobre todo, 'Titanic' son las mejores y más recordadas
Star Trek 2: The Wrath of Khan (Nicholas Meyer, 1982) y Star Trek 3: The Search for Spock (Leonard Nimoy, 1984), para las que reinterpretó el trabajo musical de Jerry Goldsmith, su predecesor, y el material fílmico y lo encauzó a su propio terreno; Aliens (James Cameron, 1986), cuya elaboración fue una locura que entorpecía su tarea continuamente; Der Name der Rose (Jean-Jacques Annaud, 1986); *Willow (Ron Howard, 1988); An American Tail: Fievel Goes West (Phil Nibbelink y Simon Wells, 1991) la formidable Enemy at the Gates (Jean-Jacques Annaud, 2001) y la trepidante Avatar* (James Cameron, 2009).
Pero las partituras más primorosas y recordadas de James Horner son las de **Legends of the Fall (Edward Zwick, 1994), inseparable y casi definitoria de la tragedia amorosa que cuenta; Braveheart (Mel Gibson, 1995), que conjuga dulzura y épica con motivos del folklore escocés; Titanic (James Cameron, 1997), un milagro musical absoluto, heterogéneo y lleno de matices, superlativo en sus contraposiciones, imprescindible para el golpe emocional que propina la película y que representa la plenitud de su autor; y A Beautiful Mind** (Ron Howard, 2001), que se abstiene del estruendo tenebroso al abordar la pesadilla de una enfermedad mental y propone un universo sonoro propio, abstracto e imaginativo, a la medida de la genialidad de John Nash.
Sin embargo, a veces también se le han visto las costuras a la obra de Horner. Muy criticado ha sido, por ejemplo, a causa de algo que puede ser considerado su firma evidente, y que ha sido llamado **“el Parabará”, la repetición de cuatro notas consecutivas —si, do, re bemol, do— en diversas composiciones suyas**; tanto como por reciclar supuestamente susSu música es capaz de producir una turbación honda y verdadera y no simples sobresaltos pasajeros
partituras en películas diferentes, señalando similitudes entre un tema de Sneakers (Phil Alden Robinson, 1992) y otro de Bicentennial Man (Chris Columbus, 1999) y de A Beautiful Mind.
En cualquier caso y sin lugar a dudas, James Horner ha logrado varios hitos de belleza en la historia de la música, que nos agarran firmemente gracias a la profundidad emocional con que embebe sus obras, la capacidad de producir una turbación honda y verdadera y no simples sobresaltos pasajeros; cuyo concepto le ha servido también para analizar la obra de colegas suyos: a muchas composiciones del irregular Hans Zimmer las consideraba espectaculares pero superficiales y machaconas, mientras que solía encandilarle mi oscuro y amado Danny Elfman. Tanto, supongo, como el propio Horner nos estuvo encandilando a nosotros con su música durante más de tres décadas en las salas de cine.