En solo 3 años, nuestras vidas han cambiado tanto que, si pensamos en los tiempos previos a la COVID-19, parece que en realidad han pasado décadas. Hemos sabido lo que es pasar meses sin poder salir de casa nada más que para lo básico, hacer la compra con miedo, desinfectar todo compulsivamente, llevar mascarilla por la calle o escuchar por megafonía mensajes insistentes sobre la distancia de seguridad. Lo recordamos como una pesadilla, aún cercana, pero acabada. Y lo cierto es que aún no ha terminado. El virus causante de la COVID-19 sigue entre nosotros, aunque, gracias a las vacunas, sus efectos son mucho más leves. Pero no sigue entre nosotros de forma inmutable. Continuamente aparecen más variantes, algunas susceptibles de causar brotes importantes, como está ocurriendo estos días. Por eso, hay quien alerta de la necesidad de volver a algunas de esas medidas apocalípticas del principio. Sobre todo, a las mascarillas.

Su uso se ha ido retirando paulatinamente, en unos países antes que en otros. Se pasó de utilizar mascarillas tanto en interiores como en exteriores. Después, solo en interiores. Más tarde, en transporte público y centros sanitarios, a continuación solo en estos últimos y, finalmente, en ninguno. Esta última retirada fue acompañada de la recomendación de seguir usando mascarilla en caso de síntomas de virus respiratorio, pero lo cierto es que muchísimas personas no la siguen. Por eso, ante la aparición de una nueva variante que está dejando un gran número de casos en todo el mundo, se habla ya de volver a utilizarlas, al menos en algunos ámbitos.

Esto tiene dividida a la comunidad científica. Hay expertos que opinan que, en realidad, no se haría mucho por reducir los casos. Otros, en cambio, creen que es una medida muy necesaria. 

Lo raro sería que no hubiese nuevas variantes

Los virus no pueden reproducirse por sí mismos. Necesitan infectar células, en este caso humanas, y secuestrar la maquinaria que estas utilizan para dividirse. Así, pueden sacar copias de sí mismos y seguir infectando.

A medida que sacan esas copias y pasan de unos individuos a otros, pueden cometer errores. Es decir, se producen mutaciones en su material genético, que generan cambios muy diferentes en los virus. Algunas pueden ser perjudiciales para ellos, impidiéndoles que se sigan replicando, por ejemplo. Otras pueden pasar desapercibidas, sin cambios para bien ni para mal.

Pero otras pueden aumentar su virulencia. Por ejemplo, se han detectado nuevas variantes del virus de la COVID-19  con varias mutaciones en su proteína espiga. Esta es la que sirve como llave para penetrar en las células a las que infectan. Y también el objetivo al que se dirigen las vacunas. Si la espiga cambia muchísimo, podría no ser capaz ni siquiera de infectar. Pero, si cambia ligeramente, seguirá infectando, sin recibir el ataque derivado de la vacunación.

Algo así es lo que pasa con BA.2.86, una nueva variante que está incrementando los casos de COVID-19 en todo el mundo. Prolifera con muchísima facilidad y parece escapar hasta cierto punto de las vacunas. Por eso, se ha convertido en lo que se conoce como una variante de preocupación. Es decir, los científicos están muy pendientes de su evolución. Una evolución que, de momento, no parece virar a la gravedad. 

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Una mutación en la proteína espiga puede aumentar la virulencia del virus. Unsplash

¿Deberíamos usar mascarillas para prevenir la COVID-19 otra vez?

Durante la pandemia se utilizó lo que se conoce como modelo del queso suizo. Es decir, cada una de las medidas o restricciones empleadas eran como lonchas de queso que se superponían, unas sobre otras. Este queso tiene agujeros, que representan las carencias de cada medida. Pero, al poner otras lonchas encima, esos agujeros quedan tapados.

Las mascarillas son útiles en ciertos aspectos, siempre que se usen adecuadamente. Esto incluye renovarlas cuando sea necesario, tapar bien la nariz y la boca e intentar que no haya huecos alrededor, por ejemplo. Pero, incluso si se usan bien, su éxito derivó de su uso conjunto con otras medidas.

En un artículo para The Conversation, el profesor de la Universidad de Reading Simon Clarke recuerda que hay estudios a favor y en contra de su eficacia. Es cierto que estos últimos son muy radicales, pues está más que probado que funcionan. Pero siempre teniendo en cuenta cada situación individual y en conjunto con otras medidas.

Así, ahora que hay repunte de casos de COVID-19, puede que el uso de mascarillas, por sí solo, no sirviese de nada. Eso sí, se trata del uso generalizado. Si tenemos síntomas de virus respiratorios, estamos con personas vulnerables o vamos a estar en contacto con alguien positivo, no deberíamos abandonar esta medida de seguridad. 

Y es que la COVID-19 llegó para quedarse. Debemos aprender a convivir con ella, pero eso no supone enterrar las armas con las que la combatimos, ni usarlas sin pararnos a pensar cómo. Demostremos que, aunque a veces parezca que no, hemos aprendido algo de esta pandemia.

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