En varias escenas del nuevo episodio de The Last of Us, disponible HBO Max, la sensación de la tragedia es latente. Ya sea en el flashback que muestra cómo la infección contagió al mundo o en el recorrido de Joel, Ellie y Tess a través de lo que fue la ciudad de Boston. Veinte años separan ambas secuencias. 

Pero tanto una como otra explora los mismos planteamientos. No hay escape posible a la caída total de la civilización o la transformación del mundo en un escenario grotesco. El capítulo dirigido por Neil Druckmann precisa un punto de inmediato: el apocalipsis es irreversible, total y sin escapatoria. 

Tanto como para que uno de los expertos que al comienzo del estallido analizaron la circunstancia lo entendiera con absoluta seguridad. En una secuencia que recuerda de forma directa a la icónica Chernobyl, y cómo plasmó la total desolación, una científica de Yakarta (Indonesia) evalúa la situación.

Lo hace el 24 de septiembre del 2003, con los pocos datos a su disposición en el momento, que apenas incluyen algunos testimonios y el cuerpo de una infectada. Pero el mensaje es frontal: la ola de enfermos aumenta por minutos y a una escala tan enorme que su avance es imparable. “Se transmite por mordidas”, le cuenta un oficial desconcertado. “¿Sabemos algo más?”, indaga ella. “No, solo que la infección es indetenible”.

The Last of Us es el estreno del año y solo puedes verla en HBO Max

En una inteligente retrospectiva, el segundo episodio de The Last of Us hace un repaso a lo siguiente que ocurrió un poco antes del primer estallido. La emergencia acaba de desatarse y, en el país asiático, el horror apenas es un esbozo de lo que, sin duda, ocurre en el resto del mundo. De pie, frente a un cadáver infectado, la investigadora explora posibles alternativas. Después se reúne para informar sus conclusiones al funcionario militar que le observa alarmado e impaciente. “¿Qué podemos hacer? ¿Cómo detenemos lo que ocurre?”, insiste este último. 

Una sentencia de muerte para el mundo

La pregunta se repite en más de una ocasión durante los duros primeros diez minutos del capítulo de The Last of Us. No solo entre el personal sanitario que intenta contener la multitud de infectados. También entre los que tratan de comprender cuál es el origen de un horror semejante. Los cuerpos reanimados por la acción del hongo atacan con una furia hambrienta. El contagio se multiplica con rapidez

Con una precisión que inquieta por lo verídico, el guion relata la sucesión de eventos caóticos antes de la caída final. En uno de los momentos más espeluznantes de la narración, el cuerpo de una mujer contagiada muestra las huellas del avance de lo que será un cuadro total. Una ramificación de infección que engendra un monstruo a punto de nacer de la carne de la fallecida. 

The Last of Us no se prodiga en imágenes aterradoras. No, al menos, al principio. De hecho, el argumento se centra en la comunicación de lo que será después una oleada destructiva. El relato avanza con paciencia hasta un punto concreto. Finalmente, la especialista, que fue testigo de cómo actúa la infección fúngica, tiene una respuesta para el preocupado militar que aguarda su veredicto.

Con las manos temblorosas, parece tan aterrorizada como vencida. “Necesitamos una vacuna”, dice el uniformado. Ella suspira, superada por el peso de lo que dirá. “He dedicado la mayor parte de mi vida al estudio de este tipo de cosas. En este caso, no hay cura ni medicinas. No puede detenerse”, explica. “¿Qué podemos hacer?”, insiste el hombre aterrorizado. “Una bomba”, dice la científica con el rostro contraído de angustia. “Destruir todo lo que queda”.

El tiempo y el miedo en The Last of Us

Veinte años después, los vaticinios de la experta resuenan en la caminata solitaria de Joel, Ellie y Tess por una Boston masacrada por la infección. Es la primera vez que The Last of Us permite contemplar la envergadura del deterioro y toma la decisión de hacerlo desde una mirada sobria. 

La ciudad es una tumba, cubierta de ramificaciones del hongo, como una flora mortal que lo envuelve todo. La dirección de fotografía de Ksenia Sereda construye la devastación total en una imagen de un mundo frágil, teñido de secreciones vivas. La cámara sigue a los personajes mientras las ventanas, cubiertas de las huellas del contagio, llenan todos los espacios de un resplandor verde y, sin duda, letal. Pero es prescindir de cualquier sonido que no sea el de los pasos en las calles vacías lo que brinda una atmósfera densa a las secuencias.

“Mira, esos son los enemigos”, murmura Joel mientras señala a los cuerpos tendidos entre el asfalto resquebrajado. A la distancia, la luz del sol ilumina siluetas deformes. Todas se sacuden en el suelo. Un chasquido inexplicable llena el aire. Pero el capítulo de The Last of Us no muestra aún a las criaturas de las que los tres caminantes deben defenderse. El director está más interesado en indagar acerca de la naturaleza en absoluta destrucción, plasmando un paisaje de escombros y cadáveres resecos. No hay lugar a equívocos acerca de la tragedia que aconteció al mostrar a Boston devastada hasta los cimientos.

The Last of Us

A diferencia de otras tantas series basadas circunstancias apocalípticas, The Last of Us muestra lo urbano sin la presencia humana. No obstante, hay nuevos habitantes. Monstruos que crearon su propio hábitat, espacio y reglas. Para la producción de HBO, los infectados son algo más que motivos de horror. Son el resultado de un proceso que generó una especie nueva, asesina y peligrosa, pero aún reconocible como los hombres y mujeres que fueron. 

The Last of Us y el horror humanizado

Tal vez por ese motivo, la aparición de los clásicos clickers (chasqueadores) sea más desoladora que terrorífica. El punto de vista del relato es explicar en imágenes que, alguna vez, los cuerpos deformes que avanzan entre la basura y los trozos de podredumbre pertenecieron a la humanidad. Un matiz desgarrador que hace la condición de Ellie más significativa. 

La serie lo explica sin palabras. El personaje se inclina sobre un infectado que muestra todos los horrores del tercer estado del contagio. Ella lo contempla y es evidente, en los minutos de silencio que transcurren después, que comprende el poder de su misteriosa inmunidad. Una característica física que la convirtió en un puente entre el ser agónico a sus pies y la posibilidad de la esperanza.

The Last of Us, Pedro Pascal

The Last of Us narra la crueldad a través de metáforas. La mirada del infectado es la de una criatura que lucha por vivir. La reacción de Ellie al horror al cual es invulnerable, también. Gradualmente, la historia deja claro la definitiva posibilidad de que la adolescente sea la solución a un enigma hasta entonces imposible de aclarar. “¿Cómo podemos detener lo que ocurre?”, interrogó, décadas atrás, un militar de rostro aterrorizado a una científica. “No la hay, no hay una sola”, dijo esta.

Un trayecto hacia la posibilidad de vencer

Pero el ciclo se completa de manera conmovedora gracias a la inteligencia del guion de Craig Mazin y Neil Druckmann. La respuesta es una adolescente que sobrevive a la infección. Sin embargo, la historia hace algo más que revelar un accidente biológico. Uno de los grandes atributos del segundo episodio de The Last of Us es describir la relevancia de Ellie.

Su inmunidad es un camino que seguir. Al mismo tiempo, por primera vez en dos décadas, es la probabilidad de un nuevo futuro. Tess entiende a cabalidad el valor de esa idea. Tanto como para obligarla a revelar entre lágrimas el secreto que guardó durante todo el recorrido.

También para dejar claro a Joel lo que la joven representa. “Ella es todo lo que tenemos ahora”, explica el personaje en medio de un salón en el que los chasquidos de los infectados se escuchan con claridad, al acecho y acercándose para matar. “Haz lo que debes hacer”. 

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Cuando Joel huye, solo en la compañía de Ellie, el trayecto hacia algo parecido a la redención comienza. Atrás queda el fuego y un momento emblemático del juego, recreado con una atención al detalle asombroso. Mientras el hombre y la niña se alejan, The Last of Us explica la trascendencia de la misión de ambos. Un hilo de luz en medio de lo inevitable que tardó veinte años en forjarse.