En varias de las escenas de El Menú, de Mark Mylod, la comida es el centro. Tanto como para que las secuencias incluyan el nombre del plato que se presenta en pantalla y su lista de ingredientes. Pero no se trata de una obviedad, sino de una recombinación peligrosa de símbolos. En esta degustación extraordinaria que termina por ser algo más macabro, comer tiene un profundo significado.
También los placeres o recuerdos que produce. Los anhelos insatisfechos y la percepción de la amenaza. Todo en un plato elegante, con porciones gourmet. La comida “concepto”, como la llama Margot (Anya Taylor Joy), la única invitada fuera de una compleja lista de pequeñas casualidades que forma el grupo de comensales.
El alimento, el arte de elaborar una experiencia a través del paladar, se convierte, en la producción, en una idea total. En una percepción concisa acerca de lo que nos satisface, colma y, al final, lo que nos brinda un momento de inolvidable — e irrepetible — placer.
En El Menú, comer es algo más que una delicia, que el mero ejercicio de deglutir y combatir el apremio del hambre. Es también el anuncio de la tragedia, una construcción poderosa y bien elaborada acerca de lo que se oculta en la contemporánea obsesión por el estatus. ¿Qué ocurre cuando los privilegios, las grandes fortunas, los incontables pecados de la avaricia son nuestra carta de presentación?
El Menú
En varias de las escenas de El Menú, de Mark Mylod, la comida es el centro. Tanto como para que las secuencias incluyan el nombre del plato que se presenta en pantalla y su lista de ingredientes. Pero no se trata de una obviedad, sino de una recombinación peligrosa de símbolos. En esta degustación extraordinaria que termina por ser algo más macabro, comer tiene un profundo significado. También los placeres o recuerdos que produce. Los anhelos insatisfechos y la percepción de la amenaza. Todo en un plato elegante, con porciones gourmet. La comida "concepto", como la llama Margot (Anya Taylor Joy), la única invitada fuera de una compleja lista de pequeñas casualidades que forma al grupo de comensales.
Una invitación suculenta a las tinieblas íntimas
El Menú transcurre a la periferia de algo más doloroso. ¿Quiénes somos, despojados del artificio, el lujo y la petulancia? La historia narra una pequeña versión sobre la codicia, el deseo contemporáneo por lo inalcanzable e indefinible. ¿Qué es la opulencia, en una cultura obsesionada con todo lo que el dinero puede comprar? Tal vez por ese motivo, lo que define a Hawthorne, un enclave extraordinario en el que se promete un menú inigualable, es su cualidad inalcanzable.
¿Qué más puede pedir la exclusividad que aspira el mundo moderno? El restaurante de El Menú flota como un espacio insular, ajeno a las reglas del mundo. O eso parece dejar claro el mensaje inmediato de que una vez en su salón las puertas se cierran al exterior. Más allá hay un perverso festín que espera por ser comido y, en el mejor de los casos, apreciado. Pero no todos los paladares están a altura. En cualquier caso, no todos los comensales comprenderán cuál es el mensaje real de esta mesa dispuesta para un festín oscuro.
Solo un grupo de escogidos podrán sentarse a la mesa del chef magnífico, del inigualable Slowik (Ralph Fiennes), y saborear sus creaciones asombrosas. La mesa convertida en objeto del deseo, en un escaño más para obtener el respeto y cimentar la propia categoría de lo sofisticado. No importa si el dinero proviene de la fama, la trampa, el robo o la especulación.
Cualquiera de los comensales de El Menú tiene un pasado dudoso o incluso es capaz de sacrificar su vida en el empeño de merecer un bocado de las obras de arte creadas por el maestro. Lo realmente valioso es que tener el derecho a ocupar una silla, acceder al asombro del emplatado y presumir sobre la posibilidad de un trozo de estatus.
En El Menú, comer es un placer mortal
El Menu juega con una elaborada serie de ideas, que desarrolla con precisión y un malévolo sentido del humor. La retorcida concepción acerca del yo contemporáneo, la necesidad de relevancia y validación. Pero, en especial, la oscuridad cercana al dolor del anhelo incumplido. La película de Mylod es una cohesión de percepciones, tan variadas y llenas de diferentes texturas como la degustación exótica de la que disfrutarán los personajes.
No hay nada sencillo en este recorrido que comienza con la decisión de aceptar las normas performativas de una cocina central y termina por la condición de la vida y la muerte. ¿Qué es la concepción del bien y del mal en un mundo en el que ambas cosas se confunden con una frecuencia alarmante? El Menú no desea responder algo semejante. Pero lo hace. Y, quizás, su mirada sobre esa conciencia del yo colectivo corrupto sea uno de sus elementos más sólidos y bien construidos.
La cena está servida
Pero, más allá de sus exploraciones filosóficas, El Menú es una película obsesionada con la belleza depurada y construida a base de una fría elegancia. La comida, el alimento, esa necesidad primaria y colectiva, es una exploración sobre la soberbia, la vanidad y, en especial, la arrogancia suprema y total del deseo irrealizable.
Para su segundo tramo, El Menú muestra sus secretos, pero sigue siendo enigmática y revela un gran poder narrativo conjugado para invocar el viejo deseo de la exquisita decadencia. La comida es un vehículo para un fin. Uno mayor, más violento, cruel y denigrante de lo que podría suponerse. Sin embargo, es todavía el máximo objeto del deseo y la diferencia entre la vida y la muerte. El último bocado, la satisfacción definitiva, un recuerdo. La muerte misma.
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¿Quiénes somos más allá de nuestros pecados? Se pregunta otra vez MyLod en los últimos minutos de El Menú. La belleza y el horror se conjugan para abordar lo macabro que aguarda al fondo de una amenaza cumplida. Para la película, comer es un placer, sin duda. Un regalo, la donación completa. Al final, la puerta cerrada hacia la oscuridad. Todo en una lista suculenta en la que la sangre derramada es solamente un ingrediente en medio de una combinación más siniestra.