¿Acaso queda alguien que no haya oído hablar de la Inteligencia Artificial (IA)? Dicen que es la siguiente gran cosa después del smartphone. Y las compañías más grandes del mundo como Google, Facebook o Microsoft son ya, principalmente, compañías de IA. Podría decirse que Tesla, por citar un ejemplo, no es un simple fabricante de coches, sino un fabricante de robots que fabrican otros robots de cuatro ruedas que se conducen a ellos mismos. Sin embargo, pese a que muchos conozcan esta nueva inteligencia, pocos entienden cúan inteligente es esta o si realmente lo es.

Y es que la palabra es el arma más poderosa. Describir un conjunto de patrones matemáticos y estadísticos con el termino «inteligencia» no solo permitió que los consumidores y los inversores puedan entender ideas complejas, sino hacerlas a su vez más atractivas. Desde sus orígenes, la IA ha estado vestida de exageraciones, controversia y mensajes apocalípticos de predicador en las paradas de metro. Ya en los ochenta se decía que pronto un ordenador superaría la inteligencia humana. Lo cual nos permitiría dedicarnos única y exclusivamente al ocio y la creatividad.

Las constantes decepciones para cumplir tales expectativas paralizaron la inversión de las Universidades y empresas. Hasta que los teléfonos pasaron a ser “inteligentes” gracias al iPhone. Luego vinieron los televisores, los relojes, los termostatos… Incluso nos quisieron hacer creer que una nevera con una pantalla era una nevera inteligente: ¿acaso se iba a llenar sola de alimentos? Ninguno de estos dispositivos era más inteligente que una calculadora o un reloj. No son más que ordenadores pequeños sin teclado ni ratón programados para realizar tareas muy básicas y específicas. Pero los departamentos de marketing ya habían logrado su objetivo, y todo se convirtió en inteligente. Un televisor conectado a Internet ya no era un televisor conectado a Internet, sino un televisor inteligente.

Pero algunas compañías empezaron a adoptar algoritmos de aprendizaje automático, mejorando sustancialmente parte de su software cuando este se estaba comiendo el mundo. Las máquinas ahora podían ser programadas para aprender, no solo para hacer. Y problemas de enorme complejidad para el entendimiento humano se convirtieron en triviales problemas matemáticos para una máquina. Esta puede realizar más cálculos en un minuto que cualquier ser humano en toda su vida.

Tal ha sido el progreso de estos algoritmos y la fuerza que han tenido los departamentos de marketing sobre la concepción de la opinión pública sobre estos que hoy encontramos personas que creen que, no solo son inteligentes, sino que algunas máquinas son también conscientes. Hasta este disparatado punto hemos llegado. Y esto solo es el principio.

Actuar como alguien inteligente no es ser inteligente

IA
Robot hand making contact with human hand on dark background 3D rendering

Los investigadores y empresas nos han hecho creer que sus algoritmos «entienden» lo que se les dice o que «piensan» o «analizan». Es una humanización, una simplificación y una mentira. Lo que llamamos IA dista enormemente de lo que se imaginó en los años cincuenta o sesenta. Ningún sistema está todavía programado para razonar. La IA utiliza cantidades masivas de datos para convertir cualquier tarea compleja en un problema de predicción basado en el propio trabajo humano.

Esto ha hecho que labores inabordables para nosotros sean asequibles para la máquina. Pero, aunque se programe así misma, es incapaz de ver más allá. Podemos entrenar a una máquina con un millón de imágenes de perros para que aprenda a identificarlos, pero no sabrá abstraer la idea de perro. Es decir, sabrá localizar perros sin saber qué es un perro. Y así con cualquier tarea, puede ser experta en perros y no saber qué es un gato.

La IA es matemáticas. Y el principal objeto de las matemáticas es simplificar el mundo para que este pueda ser comprendido por nuestras mentes. Pero es solo una parte de nuestra inteligencia, y lo único que ha quedado demostrado es que lo que es muy complicado para nosotros es fácil para una máquina, y viceversa.

Las máquinas se programaron para hacernos creer que eran inteligentes o creativos como nosotros. Creemos que Dalle-2 es un robot que pinta y crea, pero en realidad solo selecciona y acomoda imágenes ya creadas por el hombre en una nueva. Pero es muy bueno haciéndolo. Lo mismo ocurre con los chatbots, que están programados para respondernos. Seleccionan matemáticamente el texto más apropiado de entre todo el texto disponible en Internet. Por eso es capaz de defender que es consciente, porque alguien lo escribió ya alguna vez en algún lugar. El ingeniero de Google creyó que la IA era consciente porque, en realidad, está programada para eso. Con el mismo acierto puede exponer un alegato que defienda justo lo contrario, que no es consciente. Una IA es igual de consciente o de inteligente que una calculadora.

La IA será tan inteligente como nosotros creamos que lo sea

Engañar a una persona para que crea que un programa es inteligente no es lo mismo que crear un programa inteligente. Pero, obviamente, somos nosotros quienes juzgamos qué es inteligente y qué no lo es. Y lo que creemos no suele coincidir con lo cierto. ¿Es un perro consciente de sí mismo en la forma en la que lo somos los seres humanos? No, pero todo dueño cree que el perro le entiende y ama incondicionalmente como se entienden y aman las personas. Aunque sepamos que científicamente eso no es posible. Humanizamos son actitudes, como haremos con las máquinas si bajo nuestro entendimiento actúan como una persona.

No hace falta elaborar hipótesis alguna para imaginar esta posibilidad, pues ya ocurre. Numerosos son los casos de personas que se enamoran por Internet de personas que en realidad no existen o cuyas muestras de amor tienen algún lucrativo objetivo detrás. O que piensan que el activista político de Twitter es realmente una persona, cuando en realidad es un robot. Hay personas que creen en fantasmas, en que la fecha en la que nacieron determina su personalidad o que la Tierra es plana. El hombre siempre es proclive a creer todo lo que refuerza sus creencias o consuela sus dolencias.

Preocupa pensar en la incidencia que tendrán estos robots en el futuro, a todas luces humanos. Si ahora caemos en burdos timos online y en la propaganda que vierten Gobiernos, medios, asociaciones políticas o empresas, cabe pensar en lo que podrá pasar cuando la información sea vertida y personalizada por robots de las más altas cualificaciones. En lugar de un simple anuncio, un robot se podrá hacer pasar por una persona. Este te hablará con el objetivo de hacerse tu amigo, y después te recomendará invertir en cierta criptomoneda o recurrir a alguna pseudociencia para tratar una enfermedad. Todo depende de para quién trabaje.

La pregunta no es si la IA es inteligente o no. La pregunta es si nosotros somos lo suficientemente inteligentes para convivir con máquinas que se comporten como nosotros. Programadas para fingir que nos escuchan. Diseñadas para hacernos creer que nos entienden. Hechas para ayudarnos o para engañarnos.