Con este calor no hay quien salga de casa. Trabajar en verano es todavía más insufrible que en invierno, y las altas temperaturas hacen que hasta dormir se convierta en un suplicio. Solo el aire acondicionado, la piscina y las bebidas recién salidas de la nevera nos ofrecen un fugaz respiro en nuestra lucha contra la ola de calor. Y, sin embargo, somos unos privilegiados. Pensemos cómo de penosa sería nuestra existencia en julio privados de los avances tecnológicos actuales.

Hace unos dos mil años, los veranos fueron especialmente cálidos en el Mediterráneo. Durante este periodo, la Antigua Roma alcanzó su máximo esplendor entre el año 250 a.C y el 400 d.C. Teofrasto decía que se podían plantar palmeras en Grecia, pero que estas no llegaban a dar frutos. Y Plinio el Viejo observó que las hayas, que solo crecían a bajas latitudes, ya se habían convertido en árboles de montaña, así que se vivía en un clima bastante similar al actual.

Aunque extremo, nuestro verano no es inédito. Grado arriba, grado abajo, los romanos padecieron bajo el sol igual que nosotros.

El aire acondicionado de los patricios, la clave contra el calor

Los patricios, descendientes de las curias primitivas, eran los primeros ciudadanos. Es decir, las personas con derechos en Roma. Eran los encargados de regir y transmitir de padre a hijo el culto y los sacrificios, tal y como se explica en La ciudad antigua del historiador Fustel de Coulanges. Esta aristocracia disponía de numerosas propiedades, y sus casas estaban cuidadosamente diseñadas.

Pese a que el aire acondicionado se inventara en el pasado siglo, la casta ya disfrutaba de sistemas de ventilación primitivos que no solo tenían en cuenta la orientación de la vivienda con respecto al sol, sino también el flujo del aire de las mismas para refrescarlas en verano. Los arquitectos situaban puertas y ventanas en extremos opuestos de las habitaciones para propiciar las corrientes. Ya en el Antiguo Egipto contamos con testimonios de la construcción de atrapavientos, túneles verticales en los tejados para facilitar la salida del aire caliente, que es menos denso, en verano.

Estas técnicas no satisficieron del todo la comodidad de los más pudientes, que también se servían de las frías aguas que transportaban los acueductos para refrescar sus casas. Los patricios, y más tarde los plebeyos que se habían lucrado lo suficiente con el mercadeo, disponían del capital suficiente para que la tubería que comunicaba el acueducto con sus casas dispusiera del caudal suficiente para bañar los muros exteriores de la vivienda y refrescar de esta forma el interior.

Las casas de hielo y el gusto de los romanos por los helados

Pero también hay que refrescar el gaznate. Y ya desde los tiempos más remotos de los que tenemos algún tipo de testimonio, el hombre ha intentado preservar el frío a toda costa. En las viviendas de los más afortunados, era habitual que se dispusiera de una casa de hielo. Recubierto de paja y serrín, este pozo cavado en la finca de los patricios contaba con una gruesa bóveda como techo en la superficie que aislaba térmicamente su interior. Dentro se almacenaban grandes cantidades de nieve traída de las montañas en invierno para su uso en los meses estivales.

Obviamente, el proceso no era nada eficiente, tal y como se relata en el libro Ancient Inventions, de Peter James e I. J. Thorpe. Varios esclavos y animales de carga eran necesarios durante el proceso. Además, en el camino se perdía gran parte de ella porque pese a que el trayecto se realizaba por la noche, una parte se derretía. Pero a los ricos les compensaba, y la nieve se convertía en verano en un bien más valioso que el dulce vino. La popularidad de estas casas se extendió por Europa hasta hace unas pocas décadas con la llegada del aire acondicionado y la migración a las grandes y saturadas urbes.

Plinio el viejo deja testimonio del uso que se le daba a la nieve y el hielo, que se formaba en el fondo de los pozos. Inspirados por los griegos, en Roma se popularizó una especie de helado muy similar al que podemos disfrutar en la actualidad; una mezcla de nieve o hielo con frutas y miel que se amasaba, dando lugar a una crema suave y fresca. Los menos pudientes podían comprar alimentos frescos en una especie de puestos ambulantes que contenían alimentos enfriados con nieve que iban a buscar a la montaña por la noche.

«Prolongaba sus comidas desde el mediodía a medianoche, y de cuando en cuando tomaba baños calientes, o bien durante el verano baños refrescados con nieve», podemos leer a Suetonio describiendo la vida de Nerón Claudio en Vida de los doce Césares.

Su ingenio les hizo incluso fabricar hielo sin la ayuda de máquinas eléctricas. En los desiertos del norte de África o Palestina, los romanos se sirvieron de las bajas temperaturas que allí se alcanzan debido a la baja humedad para congelar el agua. Depositada en pozos cubiertos de paja, el agua se congelaba por la noche y se protegía durante el día mediante escudos muy pulidos que reflejaban la luz del sol para que el hielo no se derritiese hasta su almacenamiento en un pozo de hielo.

Un bañito en el frigidarium o la natatio

Para los romanos bañarse era un acto en sociedad, y una de las actividades predilectas en Roma. Todas las termas romanas contaban con una estancia donde se tomaban los baños fríos. En esta se podía disfrutar de piscinas que cubrían hasta el hombro para cerrar los poros abiertos tras tomar los baños tibios y calientes en el tepidarium y del caldarium. Los romanos realizaban estos tres pasos por sus supuestos beneficios para la salud. Durante el verano, los Romanos hacían uso de esos baños fríos para aliviar el sofoco veraniego. Y también contaban con piscinas al aire libre, denominadas natatio.

Las vacaciones de los emperadores para combatir el calor

Para el que se lo podía permitir, no había nada mejor para combatir el calor que huir de él. No son pocos los testimonios que conservamos de la clase alta romana que se refugiaba en las montañas o la costa huyendo del sofoco de la ciudad. Estos ya sabían que las grandes urbes se calentaban más de la cuenta por el efecto isla de calor. La polución ya era muy alta porque se quemaban grandes cantidades de madera.

La ciudad de Bayas yace sumergida por los mares y los pecados del pasado. / Raimondo Baucher.

Así que los patricios, plebeyos adinerados y emperadores marchaban a sus villas veraniegas. No solo escapaban del calor, sino también de la enfermedad. Las altas temperaturas eran propicias para la proliferación de todo tipo de bacterias en las ciudades. En la época de Pompeyo, la moda entre la crème de la crème de Roma era refugiarse en Bayas durante el verano. Fue una mezcla entre Las Vegas y Menorca, pero con patricios rumanos en lugar de jeques árabes y oligarcas rusos. Contaba con enormes jardines, piscinas y complejos termales cuyo lujo solo era superado por la de la capital del Imperio. Tenemos varios textos donde se describen sus alocadas fiestas donde el vino corría a raudales y las noches acogían todo tipo de excesos y vicios. Séneca la denominaba la ciudad del vicio.

Los niños no acudían a clase en verano porque se les cocía el cerebro, y ningún ciudadano trabajaba en las horas de mayor calor. Su jornada laboral solía ser de seis horas: desde el amanecer hasta el mediodía, que era la hora perfecta para ir a darse un baño y dormir la siesta. Los más pudientes contaban incluso con esclavos que les abanicaban con el flabellum, una especie de abanico grande y rígido.«En verano dormía con las puertas de su cámara abiertas y a menudo bajo el peristilo de su palacio, en el que el aire era refrescado por varios surtidores de agua y donde tenía además un esclavo encargado de abanicarle», dice Suetonio sobre el emperador Augusto también en Vida de los doce Césares.