El intérprete parisino Jacques Perrin, protagonista de una de las secuencias más inolvidables para los espectadores en Cinema Paradiso (1988), ha muerto a los ochenta años de edad; en la misma ciudad francesa que le vio nacer un día de julio de 1941. Lo tuvo fácil para adentrarse en el mundillo del espectáculo galo gracias a sus padres, Alexandre Simonet, que era director teatral de la Comédie-Française, y la actriz Marie Perrin, no muy prodigada en el arte que le dio la popularidad a su hijo.
A lo largo de su trayectoria artística, obtuvo la Copa Volpi al mejor actor en el Festival de Venecia por dar vida a Manuel en La busca y por su Michele de Un hombre dividido, obras de Angelino Fons y Vittorio de Seta (1966), y logró que le nominaran a dos Oscar por producir Z, el filme de Costa-Gavras (1969) en el que además fue el fotoperiodista y al que galardonaron como el mejor de habla no inglesa, y el documental Nómadas del viento (2001), que también dirigió.
En su país, únicamente reconocieron a Jacques Perrin en la misma categoría con un par de César por Microcosmos, una propuesta del género firmada por Claude Nuridsany y Marie Pérennou (1997), y debido a otra semejante, Océanos (2009), para la que estuvo tras las cámaras. Pero es el filme de Giuseppe Tornatore, laureado en el Festival de Cannes, los Oscar, los Globos de Oro y los BAFTA, el que le ha garantizado que perdurará en la memoria de los cinéfilos.
El actor que se emocionó de verdad
Como ha recordado el crítico y guionista Iván Reguera, “la secuencia final de los besos de Cinema Paradiso fue editada por Giuseppe Tornatore con sus propias manos, y algunos besos los montó boca abajo. Para el rodaje de la secuencia, probó la cámara con las luces apagadas y después rodó con el actor Jacques Perrin, que al ver las imágenes reaccionó de forma auténtica, emocionado. Cuando esas maravillas suceden, el cine trasciende y se hace inmortal”. Y, así, el propio intérprete.
“Tornatore hizo después otra toma, pero ya no salió tan verdadera; Perrin ya no estaba virgen”, continúa el escritor español. “Por eso sigue emocionando este finalazo, porque en él todo funciona: planos, luz, música, montaje y el actor, que hoy ha muerto a los ochenta años. Pero como todos esos besos ante los que se emocionó de verdad, Jacques Perrin permanecerá, sentado en su butaca roja para siempre, en una de las más emocionantes escenas de la historia del cine”.
La secuencia final de ‘Cinema Paradiso’: un milagro cinematográfico
El milagro cinematográfico al que se refiere, en parte, Iván Reguera, que contó esta misma historia en su libro The End (2017), es el de la cámara captando una reacción emocional genuina en una persona que se supone que debe estar actuando en el rodaje de una película de ficción. Pocas veces sucede algo así con semejante intensidad. Al margen de Cinema Paradiso, nos acordamos, por ejemplo, de una jovencísima Ana Torrent en El espíritu de la colmena (1973).
El filme Frankenstein, de James Whale (1931), se proyecta en Hoyuelos, un pequeño pueblo castellano, en plena posguerra civil. Hay dos hermanas entre los vecinos que acuden a la función: Ana e Isabel (Tellería), de seis y ocho años. Y la primera queda conmocionada por la adaptación de la historia de Mary Shelley (1818). Sobre todo, resulta memorable su expresión al morir la niña Maria de Marilyn Harris; tan sincera como la de Jacques Perrin al final de Cinema Paradiso.
En palabras de otro crítico, Adrián Massanet, “conseguir ese tipo de mirada, de tensión psíquica, en un actor (que debe ser la misma que quieres inocular en la mente del espectador), a veces es increíblemente difícil, pero si se logra es de lo más importante que puede alcanzar el cine”. Porque, “en realidad, el cine no va del ser humano, va del espectador. Va de alguien mirando algo que le conmueve, le aterra o le maravilla. Es decir, de alguien viendo una película”.
Un papel pequeño de Jacques Perrin, el más grande de su carrera
Jacques Perrin empezó pronto a actuar, encarnando a uno de los niños Quinquina en Las puertas de la noche, de Marcel Carné (1946). Entre sus papeles posteriores que merecen ser mencionados se encuentra su Jérôme Lamy en La verdad, película realizada por Henri-Georges Clouzot (1960); el Lorenzo Fainardi de La chica con la maleta y su tocayo en Crónica familiar, ambas de Valerio Zurlini (1961, 1962); o el Stefano Mattoli de La corrupción, de Mauro Bolognini (1963).
Sin olvidar su Maxence en Las señoritas de Rochefort, musical dirigido por Jacques Demy (1967); su mencionado personaje de Z, el operador telefónico en Estado de sitio (1972) y el Roger Lafarge de Sección especial (1975), las tres con la firma de Costa-Gavras; el Alvaro mayor en Están todos bien, su segunda colaboración con Giuseppe Tornatore (1990) tras Cinema Paradiso; o el Pierre Morhange adulto en Los chicos del coro, el éxito de Christophe Barratier (2004).
Pero llama la atención que el rol más relevante de su carrera, el de Salvatore di Vita o Totò, sea tan minúsculo en cuanto al tiempo que aparece en pantalla. Porque la mayoría está dedicado al benjamín Salvatore Cascio y el adolescente Marco Leonardi, los colegas que se visten de su personaje durante la infancia y la juventud de este en el pueblo siciliano de Giancaldo, cuyo proyeccionista es el Alfredo de Philippe Noiret, con el que forja un fuerte vínculo y aprende bastante.
Las emociones que van germinando mientras transcurre el metraje de la película de Giuseppe Tornatore estallan en la última secuencia; y vemos cuantos besos fílmicos no nos había permitido ver la estúpida censura, con la partitura hermosísima e imprescindible de Ennio Morricone en los oídos. Y, así, la reacción visceral de Jacques Perrin nos llega a las entrañas. Porque Cinema Paradiso es una gran declaración de amor al cine como parte y reflejo de la vida.