El film Mi gran amiga Ana Frank, de Ben Sombogaart para Netflix, es una combinación de varias cosas que terminan por resultar confusas. En primer lugar, es el enésimo intento de mostrar el contexto de la Europa abatida por la Alemania Nazi. En esta ocasión, desde los ojos de dos niñas, amigas entrañables y eje narrativo del film. La decisión argumental provoca que la narración esté en exceso concentrada en crear una especie de espacio amable. Uno lejos de lo que está ocurriendo más allá de las conversaciones y la mirada delicada de los personajes centrales. 

Sin duda, se trata de una salvedad inevitable cuando uno de los personajes es la tristemente célebre Anna Frank. Interpretada por Aiko Beemsterboer, la jovencísima escritora se retrata en la película como una observadora intuitiva. Pero además, como testigo de algo mucho más complejo que el personaje sostiene como un símbolo de inocencia. El mundo en Mi gran amiga Ana Frank parece entonces dividirse en dos. Por un lado, los estragos y ecos de la violencia y el miedo cada vez más cercano y peligroso. Al otro extremo, la versión del mundo de dos niñas que se desploma, incapaces de imaginar la envergadura de lo que ocurre a su alrededor. 

Se trata de un giro que ya Taika Waititi utilizó con éxito en Jojo Rabbit. El año pasado, Kenneth Branagh lo hizo también en Belfast. En ambos casos, el resultado fue una perspectiva novedosa sobre el hecho de la violencia, el miedo y los terrores culturales. Pero Sombogaart no logra encontrar el punto medio entre el estrato más inocente y la crueldad que subsiste más allá. 

A los ojos de la belleza

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Una y otra vez, la película se esfuerza por construir un eje que analiza la envergadura de la guerra a través de la conciencia de un niño testigo. La perspectiva podría resultar conmovedora, pero termina por ser en exceso blanda para sostener la crudeza del tema central. En un intento de crear la sensación de espacio idílico, el director explora el conflicto bélico, la invasión y la violencia al extrarradio. Con la atención puesta en amistad sobre Anna y Hannah (Josephine Arendsen), Mi gran amiga Ana Frank va de un lado a otro en medio de cierta disparidad. Todo en el guion está sublimado y construido para destacar la amistad entre las niñas. Hacerla más sensible y en especial entrañable. 

No se trata de una decisión del todo equivocada hasta que se convierte en un peso en el argumento. Es entonces cuando la crudeza de la guerra queda al otro lado de cierta línea invisible. Como si se tratara de una historia que se conoce de oídas. Poco a poco, la connotación sobre la violencia que acecha — el hecho de la guerra como un hecho que se avizora — se hace más dura. Pero incluso en sus momentos más angustiosos, el film tiene una cualidad artificiosa sobre cómo plantea los conflictos. Mientras Anna está al borde del miedo y Hannah es un narrador de lo que ocurre más allá, Mi gran amiga Ana Frank cae en lugares comunes. 

En especial, cuando intenta que ambas niñas sean reflejos una de la otra del horror que terminará por devastar todo. La amistad se muestra como último bastión del mundo conocido, de los espacios rotos de la pérdida inminente. Y para Sombogaart también la puerta cerrada hacia el horror. Pero el director no tiene la habilidad suficiente para integrar la oscuridad de la tragedia a ese otro relato emocional. Y cuando al final logra hacerlo, termina por derrumbarse en medio de giros sentimentales sin mucho sentido o elegancia. 

El dilema de ser Anna Frank

La verdadera Hannah Goslar pasó a la historia por una línea en el célebre diario de su amiga, Anna Frank. En medio de su minuciosa descripción sobre lo que vivía, Anna lamentó que quizás Hannah no sobreviviría. Quizás por eso, hay algo amargo en la película de Sombogaart. Mi gran amiga Ana Frank muestra la perspectiva de la pequeña Hannah y también, como percibe el paso de la tragedia. Si Anna es el punto luminoso entre el bien y el mal, su amiga es la contraparte en la realidad. 

Por supuesto, todavía profundizar acerca del tema del Holocausto requiere delicadeza y compromiso histórico. La película de Sombogaart posee ambos elementos, pero carece de firmeza. Para su último tramo, es evidente que el homenaje no llega a ser potente a fuerza de ser solo un recordatorio del peso del horror. Pero aun así, la vida de dos niñas, separadas por la guerra, un muro y la muerte, tiene la capacidad de estremecer. Una instantánea discreta sobre una historia más completa que apenas llegamos a entrever.