Cuando uno piensa en el neoyorkino Abel Ferrara y revisa su dilatada trayectoria en el largometraje, desde la erótica 9 Lives of a Wet Pussy (1976) hasta el thriller Zeros and Ones (2021), puede constatar que su buena reputación choca con el hecho de que no se trata de un director muy conocido por el gran público, sino por los cinéfilos entregados, de que en los certámenes importantes de cine ha obtenido un buen número de nominaciones pero pocos premios y, en fin, de que no muchas de sus veintitrés películas son consideradas verdaderamente superiores.

Entre los títulos de su variada filmografía, han sido destacados Ángel de venganza (1981), El rey de Nueva York (1990), Teniente corrupto (1992) sobre todo y El funeral (1996). Pero también han tenido cierto alcance mediático Secuestradores de cuerpos (1993), readaptación de la novela de Jack Finney (1955), antes en la gran pantalla gracias a Don Siegel (1966) y Philip Kaufman (1978) y después, por Oliver Hirschbiegel (2007) y John Murlowski (2019); además de Mary (2005), Welcome to New York y Passolini (2014).

‘Zeros and Ones’, el Abel Ferrara más endeble y pretencioso

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Maze

La secuencia inicial, que establece los encuadres nada académicos, las imágenes difusas, la temblorosa cámara en mano y la lenta prescindible, la escasa iluminación, las acciones prácticamente irrelevantes y la banda sonora minimalista de Joe Delia (Drunks), que lleva colaborando con Abel Ferrara desde siempre, no sirve más que para meternos en el ritmo parsimonioso y el espíritu independiente de Zeros and Ones y, en fin, para que nos preguntemos acerca del personaje que la protagoniza, el J. J. de Ethan Hawke (Mientras nieva sobre los cedros). Sin demasiada curiosidad porque nos importa un comino.

Valoramos, por otra parte, que el cineasta no rehuya la situación pandémica como la inmensa mayoría de las producciones cinematográficas de esos últimos años; que la aproveche para contar su historia. El problema es que no lo hace de un modo especialmente ingenioso ni consigue intrigarnos lo más mínimo respecto a lo que ocurre; y esas circunstancias se deben a su composición languideciente y a su insistencia en no ir al grano por su prurito realista; lo que dificulta el apasionamiento de los espectadores con la mayor predisposición inclusive.

La insistente penumbra llega a ser exasperante, en una decisión incomprensible de Abel Ferrara y su director de fotografía, Sean Price Williams (Good Time), para Zeros and Ones. Pero no menos que su desarrollo confuso, del que el propio realizador es responsable, no solo por su control absoluto de la obra, sino también porque ha firmado el libreto según su costumbre, ininterrumpida en casi veinticinco años, desde Blackout (Oculto en la memoria) [1997]. De manera que no se le puede excusar de ninguna forma en este asunto.

Por allí resoplan los espectadores

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Los minutos transcurren sin que se sepa muy bien qué demonios estamos viendo, qué diantres nos están contando, quiénes son los personajes variopintos que intervienen, a dónde narices de dirige este auténtico bodrio. Uno lo puede suponer porque mamá no ha parido hijos tontitos, pero no porque lo pongan fácil. Y tal indefinición podría soportarse sin demasiados suspiros de impaciencia si nos entregaran algo de interés aquí; no ya que provoque nuestra fascinación, cosa impensable. Olvidaos; solo cambiaréis de postura en la butaca del cine a menudo.

Pese a un ocasionalmente esforzado Ethan Hawke, que se desdobla en dos personajes muy distintos, y a que no dura ni una horita y media, Zeros and Ones se hace larga. Porque uno está deseando que termine para levantar el culo del asiento, irse y poder quitársela por fin de la cabeza. De resoplido en resoplido por la irritación y de bostezo en bostezo por el tedio inaguantable, nos aboca a una última escena metacinematográfica en grado de boutade; lo que la convierte en un ejercicio circular, inútil y pretencioso. Tanto como la propia película.

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