En gran parte de las escenas de Spencer, de Pablo Larraín, Diana de Gales (Kristen Stewart) es un espectro. Uno que va de un lado a otro del lugar en que se encuentra en un fin de semana interminable y doloroso. La princesa está atrapada, sofocada y desconcertada. También intenta encajar en la maquinaria real británica. La forma en la que Larraín retrata a la llamada “princesa triste” es edulcorada y levemente fatídica.
Pero a la vez, se aleja del molde de la tragedia inminente. Al director no le importa demasiado elucubrar sobre lo que vendrá a décadas de distancia, el comienzo de un camino desolador que terminará por destruir a Diana. Presta interés a un punto suspendido en el tiempo. A una versión frágil, y en apariencia desconocida, de un personaje del que se sabe todo.
Durante el último lustro, la figura de Diana de Gales regresó a la palestra pública. Primero por sus hijos, ambos adultos cuyas esposas rinden tributo a la suegra mítica. También, por la recreación dolorosa de Emma Corrin en la serie The Crown que despertó de nuevo la polémica. Para bien o para mal, la figura de la princesa de Gales es indestructible. O en todo caso, está tan arraigada en la cultura popular que termina por ser una criatura desdibujada por la imaginación popular.
Por ese motivo, Pablo Larraín toma un momento ingrávido y casi desconocido. Tres días de Navidad en compañía de la familia real británica. El director abre su narración con planos amplios, pero también con la sensación de cierta repetición. ¿Cuántas veladas idénticas vivió Diana en una familia fría y distante? La sensación de que Diana afronta el deber con cierta resignación se repite una y otra vez. La Princesa de Gales, esposa del futuro Rey y madre de la sucesión, es una figura decorativa. Una controlada, vigilada y que soporta el peso de una observación cruel.
Spencer está interesada en lo que ocurría en la mente — o lo que imagina el guion de Steven Knight al respecto — mientras Diana se desploma en silencio. Pero en el momento en que la cámara del director la retrata debe cumplir varios roles. ¿Cuáles son? Hay varias respuestas para eso. Larraín y Knight escogieron las más obvias. Desde la distancia de la cámara y la interpretación tardía, Diana Spencer lidia con un sufrimiento invisible. También una horrorizada cautiva de una de una circunstancia que la avasalla como una ola.
La princesa sin nombre, el dolor a cuestas
Kristen Stewart, a menudo acusada de inexpresiva, brinda a la Diana imaginada por Pablo Larraín un poder interior discreto pero potente. También, una vulnerabilidad pesarosa que se traduce en largas miradas silenciosas. Diana va de un lado a otro de la enorme propiedad familiar en la que se encuentra a solas. Como si se tratara de un fragmento roto de un mecanismo mucho más grande, Stewart borda el dolor con pequeños gestos sutiles. La boca apretada en los momentos de crueldad, la mirada desamparada en los largos días sin propósito.
Diana de Gales, en medio de un territorio sin nombre de un sistema caníbal, lucha por mantenerse en pie. La fortaleza de una mujer objeto que lucha por encontrar su rostro íntimo tiene en Stewart un lienzo preciso. La actriz, con peluca amarilla y caracterizada con el mínimo de maquillaje, crea un personaje pulcro. No solo por su capacidad para mimetizarse bajo el rostro de una mujer icono, sino brindar algo nuevo sobre su historia.
Lo hace con una atención concentrada y deliberada, como si la Diana que interpreta quisiera escapar de su identidad e incluso de su cuerpo vulnerable. La Diana de Gales que retrata Kristen Stewart es una víctima. Pero también tiene una ambición más amplia. Una minuciosa mirada sobre los terrores contemporáneos incluso antes que tuvieran nombre. La fama está ahí, la búsqueda de un lugar cuando el suyo está aplastado bajo el deber. La actriz aprovecha los gestos más obvios de Diana sin llegar a la imitación o la caricaturización. Crea un ensayo complejo sobre el sufrimiento, el agotamiento espiritual y una breve reflexión sobre la ruptura con el contexto que resulta sorprendente en su efectividad.
Diana de Gales, en ninguna parte
Spencer tiene un ritmo atípico en el género de las biografías. De hecho, no intenta analizar el fenómeno de la difunta Diana Spencer. Más bien brinda una mirada al ser humano bajo la pátina de la celebridad por asimilación y después por derecho propio. Spencer no tiene una opinión sobre las diversas presiones que rodearon a la princesa británica.
Pablo Larraín y Kristen Stewart retratan a Diana desde un ángulo contemplativo. Gran parte de la película recorre el sentido de su vida, restringida bajo el protocolo real. Pero a diferencia de otras versiones, Diana no está atrapada. Es parte de una larga línea de jerarquías claustrofóbicas de las que no puede escapar. O no puede. Larraín no lo aclara y deja correr la especulación en medio de escenas de una placidez de pesadilla. Diana, acosada por los sueños rotos, el desencanto y la desesperanza, intenta mantenerse en pie. Pero no lo logra.
Al final, esa puerta cerrada hacia una vida con propósito termina por convertirse en una condena leve. Una lenta desintegración de lo que fue una imagen que Diana de Gales no pudo sostener por sí sola. El guion acierta al retratar el estado de la princesa como un agravio que se multiplica a cada pequeño desaire. La Diana de Pablo Larraín, a décadas de su muerte, delgadísima, melancólica, agotada, aplastada por el deber, intenta avanzar en la oscuridad con las manos abiertas hacia adelante.
Al final, Diana de Gales sobrevivió a su fatídica última Navidad en familia. Y la película mostró la cerradura de la puerta reluciente que mantenía a la princesa atrapada. ¿Busca Larraín una forma de expresar una idea caótica sobre el dolor de las grandes mujeres de la historia reciente? La película no lo aclara pero algo es evidente. El poder de la tragedias sigue siendo inmune al tiempo.