En Lamb, de Valdimar Jóhannsson, los paisajes cuentan historias. Y también elaboran una concepción inmediata sobre la forma en que la película concibe los espacios. Poco a poco, esa conexión entre lo que se mira y cómo se analiza se convierte en el centro de la trama. Porque, en realidad, esta visión sobre el horror por completo original, poderosa y, por momentos, indescriptible se basa en la interpretación de la realidad. 

Una que además se sostiene sobre la óptica de lo que consideramos verosímil, realista, comprensible. El director elabora una condición acerca de lo improbable y lo transforma en sobrenatural. Todo para crear después algo más inquietante. A mitad entre lo que no puede mostrar y lo que se adivina entre sombras, el film puede llegar a ser confuso. Pero, en verdad, Lamb es una obra cinematográfica con un perfecto equilibrio.

En especial, Valdimar Jóhannsson juega con el recurso de una profunda infelicidad para hacer comprensible lo que contará a continuación. No solamente se trata de lo que narra el guion , ya de por sí inverosímil y abrumador,  sino la forma en que lo hace. Maria (Noomi Rapace) e Ingvar (Hilmir Snær Guðnason) son una pareja rota, llena de heridas invisibles y, en especial, de un sufrimiento descarnado

O eso es lo que parece insinuar su rutina diaria. La cámara se convierte en un obsesivo observador de los pequeños detalles del paisaje desolado. Ella y él están destrozados por algún motivo ulterior. ¿O solo se trata de la metáfora sobre la agreste belleza que los rodea? Un juego de percepción semejante en el cine actual es todo un riesgo, y Jóhannsson lo toma sin dudarlo. 

Sobre todo, porque sus actores crean una tensión irrespirable que anuncia algo al fondo de su vida. ¿Qué es lo que María y Ingvar ocultan? ¿Se trata solo de una percepción huidiza? Incluso la música navideña desentonada y la sensación del acecho construyen una atmósfera irrespirable. Valdimar Jóhannsson desea que el espectador pueda comprender que hay algo entre las sombras.

Hay una escisión en la realidad y la normalidad a través de la cual sus personajes se miran. Todavía tardará un poco en mostrar de qué se trata pero, a medida que los primeros minutos de la película avanzan, el argumento es pura confrontación. ¿Qué esperamos mientras recorremos los campos solitarios, el cielo inabarcable?

De la misma manera que Andrei Tarkovski, Valdimar Jóhannsson está convencido del cuidado al momento de narrar el punto central de su obra. Y es esa convicción lo que permite que la película llegue de inmediato a un punto sofocante e irrespirable. Es entonces cuando Jóhannsson construye las condiciones para mostrar lo que ¿esconde? el guion. O, mejor dicho, para confrontar al espectador con una mirada a la realidad tan brusca como valiente, audaz y brillante

Los horrores diminutos de lo incomprensible

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Black Spark

Por supuesto, contar la forma en que Lamb muestra su centro motor es restar interés a lo realmente poderoso de una obra basada en la sorpresa. Pero Lamb no depende —no por completo— de mostrar sus secretos. La criatura que Maria e Ingvar cuidan y aman es inexplicable. Es un desafío a la imaginación, una cruenta percepción sobre la naturaleza y el amor paternal. Y Jóhannsson la muestra desde una óptica que invade, envuelve y sostiene la película dentro de su propio centro de gravedad.

Ada, una especie de híbrido mitológico, es de por sí una mirada a lo sobrenatural. Pero, en lugar de crear una atmósfera que abrume al espectador con el fenómeno de su existencia, Valdimar Jóhannsson recorre el camino más tortuoso. Ahora la cámara se hace subjetiva y la normalidad en el hogar de los protagonistas en sí misma, una subversión. Tal pareciera que el director desea provocar con el hecho de la cuestión sobre lo que es corriente, admisible y real. 

Pero, a la vez, lo terrorífico —porque esta es una película de horror y Jóhannsson no lo olvida— está al límite de lo que se contempla. Lamb es una obra de arte de precisión argumental y con un diálogo portentoso sobre el bien y el mal. Más allá de eso, también es un recorrido entre lo que consideramos parte de lo que podemos aceptar. Jóhannsson reduce los diálogos al mínimo y juega con los detalles de las rutinas de Maria e Ingvar. 

Ada, creada con tecnología digital pero también efectos físicos, existe en la medida en que sus ¿padres? le contemplan. Le aman, le cuidan. Con más hilos de unión entre psicodramas acerca de la aceptación de la realidad que con el horror folk, Lamb es un desafío. A la imaginación, a la capacidad del film para narrar una historia que no parte de un punto en concreto y sí de varios. Como obsequio de “lo desconocido” que Ada es, hay un pacto entre la maravilla y el miedo. Es extraordinaria pero también temible. Es una mirada al miedo y también al amor. ¿O puede solo no existir? La película es lo suficientemente tramposa para dejar en medio de un páramo de dudas al espectador. Y esa es una de sus mayores fortalezas.

'Lamb': el miedo, el dolor y las ausencias

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Black Spark

Little Otik (2001), de Jan Švankmajer, es probablemente el antecedente más inmediato de Lamb. Basada en el cuento checo Otesánek, de Karel Jaromír Erben, la película de Švankmajer reflexiona sobre la maternidad, el dolor, el duelo y el odio a través de una extrañísima premisa que supone una síntesis de cierto horror metafórico.

En la historia original, una raíz con forma de niño cobra vida y comienza a devorar a quienes le rodean con un insaciable apetito. En la película de Svankmajer ocurre otro tanto, pero el director, además, analiza la percepción sobre la fertilidad femenina como una condena bíblica a la que parece anudarse cierto enigma inquietante. Valdimar Jóhannsson crea el mismo conjunto de ideas y preocupaciones pero las lleva más allá, las prioriza y las hace más angustiosas. El director pulsa varios hilos a la vez. La obsesión colectiva por engendrar, que convierte en una especie de sátira sobre la obligación social. También, la presunción de la sociedad homogeneizada bajo la tradición.

Lamb es una cínica reflexión sobre la identidad cultural y sus consecuencias. Para Jóhannsson, la sociedad es un tapiz de escenas absurdas que se entremezclan entre sí para crear individuos aplastados por el conservadurismo. Insiste en ello y lo muestra a través de escenas satíricas que, sin embargo, son algo más que simples mofas sobre lo que consideramos normal. Ambigua, siniestra y perversa, Lamb busca algo más que transgredir y encuentra sus mejores momentos en la capacidad del director para incomodar. Lo hace, además, con una burlona capacidad para señalar los miedos colectivos y llevarlos al terreno de lo mágico y lo primitivo.

La película tiene el estilo enigmático de una obra que no está destinada a comprenderse en un primer visionado. Con Béla Tarr como productor, hay un dolor punzante que avade explicaciones sencillas. Pero, más allá de su originalidad, Valdimar Jóhannsson juega con la percepción de la realidad para construir una idea tenebrosa sobre lo que asumimos como verdadero y normal. 

La película se adentra en terrenos confusos y por momentos desiguales, casi inocente. No obstante, no hay nada ingenuo en su mirada perspicaz sobre la confusa naturaleza humana y sus heridas. Sin duda, su punto más alto.

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