A uno le resulta insólito encontrar a algún aficionado al cine que no haya visto la formidable trilogía de Regreso al futuro (Robert Zemeckis, 1985-1990) o, peor aún, que se la haya zampado y no la considere una de las más gozosas historias cinematográficas de los años ochenta del siglo pasado. Pero, por lo que nos explica Caroline Fox en ScreenRant, si todo hubiese continuado como estaba en el guion original del primer filme escrito por Bob Gale y el propio director, no cabe duda de que hubiese acabado siendo algo muy diferente, quizá hasta ridículo y no tan apasionante.

Porque la máquina del tiempo que construye Doc Emmett Brown (Christopher Lloyd) en Regreso al futuro no era en un automóvil DeLorean, con sus puertas en alas de gaviota y su condensador de fluzo alimentado con plutonio, sino en un frigorífico con un dispositivo láser llamado “convertidor de potencia”. Así, Marty McFly (Michael J. Fox) habría viajado en el tiempo a 1955 al introducirse en la nevera para protegerse de una explosión nuclear. Sí, algo sospechosamente parecido a lo que contemplamos luego en Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (Steven Spielberg, 2008).

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Sin embargo, por aquel entones, “muchos refrigeradores domésticos todavía tenían pestillos que mantenían la puerta cerrada y mantenían los alimentos frescos”, dice Caroline Fox, “pero el efecto no deseado de esta característica era que los niños a veces se metían en los refrigeradores, cerraban la puerta y no podían abrirlos desde el adentro”. Y, “trágicamente, algunos de esos niños morían”, cosa indeseable para el productor, el mismo Spielberg, por si a los pequeñajos se les ocurría imitar al héroe de Regreso al futuro. Y así fue cómo el miedo a una tragedia contribuyó a mejorar la que se convertiría en la obra más icónica y disfrutable del cine sobre viajes en el tiempo.