En 1999, David Cronenberg imaginó en ExistenZ un vínculo violento, biológico y fatal entre la tecnología y los que dependen de ella. Con su acostumbrada visión ligeramente burlona por los dolores misteriosos de nuestra época, el director se hizo preguntas incómodas sobre la posibilidad de que la tecnología arrasara con los límites del cuerpo y violentara la propia naturaleza humana a cambio de una brutal autosatisfacción, todo mientras la noción de la realidad pendulaba de un lado a otro entre lo irreal y algo mucho más depravado. El resultado es una extrañísima versión sobre el miedo, la adicción y la evasión, envuelto en una repugnante mirada al deseo y al miedo.
Este año, su hijo Brandon parece elaborar una segunda revisión a la premisa en Possessor, una distopía inquietante en que, de nuevo, el cuerpo, los límites de la realidad y la capacidad de la mente humana para batallar contra la frontera de lo que considera real se mezclan con una sangrienta puesta en escena y una mirada críptica sobre el horror. Para Cronenberg, la necesidad de encontrar sentido — y quizás significado — a las pulsiones más oscuras de la mente tiene un sentido enigmático, más emparentado con la ruptura de la identidad que con incógnitas abstractas sobre la existencia. Possessor no es una película que explora cuestionamientos sencillos y, de hecho, tiene un punto de interés muy marcado en desmontar la idea de lo orgánico unido a la consciencia, como si ambas cosas fueran un espacio sin forma y, en especial, sin sentido.
Es evidente que la referencia más cercana al argumento es eXistenZ, con la que parece compartir el mismo diálogo sobre lo que habita cuando se rompe la dinámica entre el cuerpo como lugar de seguridad y la mente como interpretación de la realidad. Pero, si su padre decidió profundizar en una concienzuda búsqueda de lo humano a través de alegorías repugnantes, Possessor transita directamente hacia el gore, con escenas sangrientas que resultan por momentos insoportables y que, sin duda, son tan desconcertantes como para opacar el subtexto filosófico del guion. ¿Se trata de una decisión consciente? En Possessor hay mucho de la percepción de la violencia —cruda y sin matices— como principal característica humana, lo que brinda al guion un aire exaltado, brutal y angustioso que termina por ser incluso excesivo hacia su tramo final.
Por supuesto, ninguno de los temas que toca Possessor son originales: hay mucho del Neuromancer de William Gibson en una historia en la que la forma en que la mente se desdobla, duplica y; al final, se disuelve en estímulos y en la posibilidad de que lo virtual lo es todo. Desde la ruda agente Tasya Vos (Andrea Riseborough), parte de una corporación secreta que utiliza implantes cerebrales para crear una red de asesinos anónimos a través del control del otro, hasta la invisible percepción del mundo que cambia y se desmorona a partir de lo digital, la película podría ser la versión retorcida, más oscura y fragmentada de la infravalorada Johnny Mnemonic, de Robert Longo, o incluso una historia dentro de la Matriz imaginada por las hermanas Wachowski.
No obstante, Brandon Cronenberg toma decisiones arriesgadas y, en lugar de caer en lugares comunes, opta por lo terrorífico en su versión más directa, lo que compromete por momentos el ritmo de la película pero la dota de una vitalidad brutal, que evade toda similitud con los universos a los que hace involuntaria referencia. Claro está, se trata de un juego de espejos en el que la violencia es invisible y de origen: el implante que permite la posesión también es una bomba de tiempo de control que termina con el asesinato de quien lo lleva.
Las líneas se cruzan y se subdividen, por lo que la violencia siempre es el tema principal: Tasya es la mejor en su trabajo, pero también la que corre mayor cantidad de riesgos. A medida que habita por mayor tiempo el cuerpo del anfitrión, es mucho más probable que deba luchar contra la conciencia adulterada y atrapada, por lo que, poco a poco, ocurre una lenta erosión de la propia. La agente se convierte entonces en víctima de un ciclo cada vez más violento y abrumador, sobre el que comienza a perder el control y se convierte en algo más angustioso, visceral y cruel.
Todo lo anterior termina por estallar, cuando Tasya toma el control del cuerpo de Colin (Christopher Abbot), un traficante de drogas cuya mente se defiende con inusitada violencia contra la invasión de la agente. La forma en que Cronenberg muestra la premura, la angustia y la brutalidad del enfrentamiento invisible desconcierta por su buen hacer y, en especial, es un recorrido por los horrores de este futuro a mediano plazo en que la propiedad de lo que somos —lo que sea que eso signifique— está en medio de un debate que carece de importancia.
El poder y el dominio superan cualquier otra discusión análoga y es entonces cuando Brandon Cronenberg hace uso de sus mejores recursos: plantea al mismo nivel asesinatos de escandalosa crueldad con la comercialización de datos para fines poco claros. Todo mientras sus personajes luchan por la supervivencia de su identidad y la manera en que las líneas de los datos y la privacidad —que, para el caso, no existe— se transforma en algo mucho más elaborado.
Por supuesto, Cronenberg sabe hacia dónde se dirige y, en lugar de brindar explicaciones sobre la forma en que Tasya y Colin combaten entre sí para obtener el control del cuerpo de este último, las evade y utiliza la impecable fotografía de Karim Hussain para hacer la sensación de irrealidad más confusa, abrumadora y agobiante. Cada elemento conduce hacia la fatalidad, el tiempo entremezclado con algo más retorcido, a la vez que la sangre corre en todas direcciones y las escenas de asesinatos se multiplican. Todo a la vez y en secuencias cada vez más incompresibles y extravagantes.
Una y otra vez, Brandon Cronenberg obliga a sus actores a la doble presión de la identidad que cambia y se transforma: Riseborough y Abbot deben interpretar, no solo un personaje, sino las transiciones entre ambos, y el guion les brinda un largo trecho de lucimiento en escenas en que la lucha por el poder de la conciencia —y vaya concepto ese— es cada vez más desesperada. Por momentos, el guion pierde fuelle en su capacidad para narrar las transposiciones y transiciones, pero, aun así, hay algo brillante en la manera que el argumento puede pasar de escenas caóticas de Colin mirándose a sí mismo como víctima de un depredador desconocido a imágenes de asesinatos tan detallados como repugnantes.
En una premisa semejante, el gran final probablemente no implique respuestas, y este es el caso: quizá la mayor fortaleza de Possessor sea no asumir que la disyuntiva del cuerpo como producto, la mente como espacio de control y la vida, como una casualidad sin verdadera importancia, pueda ser resuelta a través de esperanzas fallidas. Para cuando las últimas escenas llegan, este thriller embriagador y angustioso encontró su punto justo entre el temor y esa gran pregunta sobre la supremacía del cuerpo, convirtiendo el punto central del argumento en un misterio anónimo. Un punto de equilibrio entre lo visceral y algo más profundo que se insinúa pero, tal vez, solo sea otra trampa del guion para mostrar su enorme capacidad de sacudir lo evidente.