Lo cierto es que uno no sabe a qué atenerse cuando se sienta a contemplar una película del madrileño Juan Cavestany, no porque su inclinación hacia lo cómico no resulte más que ostensible, sino por también tiende hacia el humor aburdo y surrealista, y de ello puede salir cualquier cosa. Además, uno se alegra de decir que se ha redimido tras comenzar con una ópera prima como el largometraje El asombroso mundo de Borjamari y Pocholo (2004), de la mano de Enrique López Lavigne, a la que le siguieron Gente de mala calidad (2008), Dispongo de barcos (2010) o las episódicas Gente en sitios (2013) y Esa sensación (2016), con Julián Génisson y Pablo Hernando.
También, las series televisivas Vergüenza (desde 2017), a cuatro manos con Álvaro Fernández Armero, y Vota Juan (desde 2019), junto con Diego San José y Víctor García León. Y, si quiso rodar durante el confinamiento por la pandemia de coronavirus el documental Madrid, interior (2020), con el aporte de un centenar de personas de la profesión cinematográfica recluidas, y eso se sale de sus costumbres, Un efecto óptico (2020) recoge su afición por el surrealismo —aunque él prefiera llamarlo de otra forma— y va más lejos que nunca con ella: hasta la fantasía onírica y una narración con un decidido espíritu críptico que no había desarrollado tanto hasta este último filme.
Tras un comienzo contemplativo, se nos arroja bien pronto el primer misterio de Un efecto óptico. A sus planos estáticos les sucede el movimiento pachorrudo de los títulos y, en general, una sobriedad ajustada con un montaje sereno y razonable. Y, llegado un punto, comienzan a ocurrir cosas bastante raras sin que Juan Cavestany apueste por una planificación de cierta contundencia, no vivaracha ni mucho menos efervescente porque rompería con el estilo, sino de una persuasiva solidez que redunde de veras en el asombro de los espectadores. Por suerte, más adelante halla un camino que justifica este viaje surreal.
Un efecto óptico posee una banda sonora heterogénea que se inicia como la de cuento de hadas y nos trae a la memoria al Danny Elfman (Pesadilla antes de Navidad) más contenido, luego salta hacia las partituras más minimalistas de Thomas Newman (Esencia de mujer) y concluye alcanzando una identidad propia. Un recorrido dispuesto por Nick Powell (Death in Gaza) en su cuarta colaboración con Juan Cavestany tras Dispongo de barcos, Gente en sitios y Madrid, interior. Y Pepón Nieto (Allanamiento de morada) y Carmen Machi (Siete vidas) actúan con credibilidad como Alfredo y Teresa.
Pero sin entusiasmo, y no por la abulia vital de sus personajes, sino porque no se ha profundizado en ellos y les falta sustancia. Y de la Isabel de Lucía Juárez (El arte de volver) y el José María de Luis Bermejo (Una palabra tuya) se pueden decir incluso menos cosas porque son realmente anecdóticos. Por añadidura, un poco más de chispa elocuente en los diálogos del guion escrito por el mismo Juan Cavestany no le hubiese venido mal a la obra. Parece indiscutible que esa misma falta de chispa es la que sufre la relación del matrimonio burgalés, y eso se revela de lo más coherente, pero no impide que aburran una pizca.
Y el otro problema principal de Un efecto óptico es la difícil verosimilitud de la situación sin planos panorámicos de la verdadera ciudad la mayor parte del tiempo: diríase que la premisa del filme sabotea sus intentos no ansiosos de que nos la creamos. Pero no os preocupéis porque, primero con el giro fundamental a la media hora de película y, después, gracias al montaje de mayor viveza durante el tramo final, en el que la música de Nick Powell pasa de acompañamiento a empuje imprescindible, la nueva propuesta de Juan Cavestany se reivindica como el juguete narrativo que es y defiende plenamente su existencia.