En Amulet (2020), de Romola Garai, todo ocurre en silencio. Incluso la precisa escena en la que Tomaz (Alec Secăreanu) comete el error de apropiarse de una pequeña figura que no imagina es la puerta abierta entre el bien, el mal y algo más amargo. Garai utiliza la ausencia del sonido como punto de acento, pero también para crear una atmósfera contenida que, al final, será la manera en que el cuidado guion (también obra de Garai) describirá la oscuridad que yace bajo el plácido escenario que muestra en cámara. En Amulet, los secretos son peligrosos, a menudo mortales y, al final, un juego de espejos inquietante acerca de lo que se oculta en lo inconfesable.
Por supuesto, como toda película de objetos malignos, diabólicos, poseídos, mágicos o directamente peligrosos que se precie, el misterio radica en esta figura atemporal con aspecto antropomórfico y levemente femenina a la que rodea la amenaza, pero también una serie de símbolos asociados a la mujer que se despliegan alrededor de la película como hilos venenosos. Después de todo, hay algo sin duda tenebroso en el lugar que acoge a Tomaz como refugiado, en el que monjas de aspecto severo le observan desde las sombras.
También lo hay en esa pareja improbable de madre e hija, en las que palpita el aire indefinible de la víctima gótica. Pero, en realidad, nada es lo que parece en este recorrido de pulso impecable por algo más temible, que podría buscar venganza pero, en verdad, está más relacionado con un poder inquieto bajo las sombras. Y todo comienza, claro, cuando Tomaz decide tocar la tierra rica y oscura a sus pies, vulnerar el espacio seguro, violar a la diosa más antigua de todas.
El simbolismo es obvio: desde las primeras secuencias que muestran el misterio aparejado al bosque interminable, oscuro e inquietante, tan parecido a la visión de Dario Argento sobre la fábula macabra, hasta la doble vía de la narración en paralelo, Romola Garai intenta mostrar que cada imagen en su película tiene un trasfondo de pura amenaza. Tomaz lo atraviesa todo —el tiempo, su historia— para llegar a un lugar misterioso y, como cuento siniestro que es el suyo, encontrará refugio en un lugar en apariencia pacífico pero que, en realidad, es la fachada para algo que supera a todos los que están quizá atrapados o confinados detrás de las paredes de una casa tan extraña como magnífica en su pétrea oscuridad.
La cualidad de refugiado hace de Tomaz un personaje más inquietante, más vinculado con el miedo, el tiempo y el trasfondo de lo enigmático. No pertenece a ningún lugar, no está en ninguna parte. No forma parte de nada. Para comenzar esta historia de terror, Tomaz busca un lugar al cual pertenecer.
Y justo en esa concepción del miedo, relacionado con los espacios que en apariencia ofrecen seguridad y, en verdad, solo atrapan, se basa esta magnífica película que brinda tributo, no solo a la casa habitada por algo inexplicable, sino también a las criaturas temibles que habitan bajo los rostros humanos. Todos llevan máscara en Amulet, todos están sometidos al arbitrio del miedo y la desazón pero, en realidad, esta historia que pondera sobre la maldad y las relaciones de poder es una trampa abierta que solo espera ser activada.
Para eso, necesita una víctima y, como una flor venenosa, el guion de Amulet se abre en todas direcciones para atrapar, cuestionar y, al final, sacudir al espectador. Garai utiliza la cámara para subvertir el tamaño, la forma y la importancia de los espacios y, al tiempo, para hacerse preguntas acerca de los, en apariencia, plácidos rostros de sus personajes. Lo hace además con una eficacia cuidada y condensada en la percepción de lo diminuto. En medio del ominoso silencio, la casa que acoge a Tomaz se hace cada vez más claustrofóbica, violenta, dura. Y los monstruos que acechan, más violentos en su sencillez. Al final, la tensión se hace insoportable, dolorosa, pero siempre discreta. Romola Garai cuida los espacios que ha creado pero, en especial, la atmósfera irrespirable y violenta que se hace por minutos cada vez más ponzoñosa.
Y, por supuesto, todo se vuelve más extraño e inexplicable una vez que Tomaz se vincula con la casa y sus habitantes, al desenterrar la estatuilla y desatar un tipo de terror que Garai no tiene interés de explicar de inmediato. El tiempo y la realidad misma parecen ondular a su alrededor, hacerse otro espacio inexplicable, a la vez que la película entera toma un aire onírico. ¿Se trata de una pesadilla? ¿Tomaz sufre de algún tipo de trastorno traumático? No es obvio; tampoco son preguntas inmediatas que el argumento plantea pero, al final, todo se relaciona con la idea de la percepción de la realidad.
Cuando una amable religiosa, de nombre, Claire (Imelda Staunton, como siempre, creando personajes extraordinarios con muy poco), le acoge para protegerle, la gran pregunta de la audiencia es si todo lo que ha visto hasta ahora, si cada paso extraño y circular del argumento es real. Pero la historia sigue adelante para mostrar a la delicada y trágica Magda (Carla Juri), la madre que cuida y, en especial, a lo que Tomaz deberá enfrentar sin saberlo.
El guion de Romola Garai toma decisiones inteligentes para contar la historia y recurre a cierto paralelismo narrativo, de forma que, en la segunda mitad de la película, ya tenemos la suficiente información sobre Tomaz para saber lo que vendrá. O al menos esperar que suceda. Mientras tanto, la cámara mira hacia arriba, se estrecha, la oscuridad se hace sofocante. El ojo del espectador lucha por desentrañar el misterio y, al mismo tiempo, por entender su trasfondo, el dolor que se enlaza con la vida de Tomaz, Magda y la orden de religiosas en apariencia inofensivas que habitan esta casa misteriosa, este espacio sin sonidos, el misterio que yace en lo invisible. La estatuilla que lo une todo.
Amulet es el debut en el largometraje de Garai y es extraordinario, a pesar de que las últimas secuencias tienen algunos puntos flojos que desmerecen pero no empañan el resultado en conjunto. La actriz convertida en directora crea una mitología audaz, poderosa y tétrica que funciona como un reloj y que anuncia que hay que esperar mucho de esta realizadora, con especial predilección por la justicia poética salpicada de sangre. Toda una fábula inquietante en la que, al final, el objeto terrorífico es, sin duda, una pieza exótica en un planteamiento más directo y audaz.