Autor: Federico Kusko. El 23 de diciembre de cada año se repite en Islandia la misma apestosa tradición. En honor de Thorlaco Torhallsson (Þorlákur Þórhallsson en islandés) o San Thorlaco, el santo patrón de este país insular, se celebra un día conocido como Þorláksmessa. Por entonces, restaurantes, calles y negocios de Reikiavik, Kópavogur, Hafnarfjörður y otras ciudades son invadidos por un intenso olor a pescado podrido. No se puede escapar a las emanaciones de la maloliente raya fermentada o kæst skata, un plato típico islandés servido con una guarnición de patatas y nabo hervidos, grasa de cordero derretida y pan dulce de centeno y que da comienzos a la Navidad.

Así ha sido desde hace siglos. En lugar de dejar que se pudra, la raya se fermenta y se cura durante varios meses. Como el surströmming sueco —arenque fermentado del Mar Báltico— y el rakfisk noruego —trucha maloliente consumida desde 1348—, esta comida islandesa tiene sus detractores. Las encuestas indican que el número de amantes de esta repulsiva comida centenaria no deja de disminuir. Casi dos tercios de los islandeses se cansaron de su mal olor.

Las razones son muchas: recambio generacional, transformaciones de las costumbres, la adopción de nuevas actitudes. O, simplemente, puede ser que por razones genéticas a ciertas personas el olor a pescado en general les resulta más fuerte y desagradable que a otras. Eso es lo que advierte Rósa Gísladóttir, investigadora de la compañía deCode Genetics y profesora de la Universidad de Islandia, quien, en el estudio más grande de genes olfativos en humanos realizado hasta ahora, descubrió las bases materiales detrás de la gran diversidad del “gusto nasal”.

En los genomas de 11.000 islandeses el equipo de Rósa Gísladóttir descubrió mutaciones en un gen que afecta a la percepción de trimetilamina, responsable del olor a pescado podrido

Al escanear los genomas de 11.000 islandeses en busca de variantes que afecten el sentido del olfato, el equipo dirigido por Gísladóttir descubrió mutaciones en un gen específico llamado TAAR5, que afecta a la percepción de trimetilamina, compuesto responsable del olor a pescado podrido.

"Descubrimos variantes en las secuencias que influyen en la forma en que percibimos y describimos el olor a pescado”, cuenta a SINC esta científica cuya investigación se publica hoy en la revista Current Biology. “Nuestro sentido del olfato es muy importante para la percepción del sabor. Por eso estas variantes probablemente influyan en si nos gustan o no los alimentos que contienen estos olores”.

Diversidad nasal

Los olores inciden en nuestras preferencias alimentarias, emociones e incluso en la elección de pareja. Aun así, se trata de uno de los sentidos más misteriosos y de los que menos se sabe, pese a los grandes avances desde los descubrimientos sobre los receptores del olor realizados a principios de los 90 por Linda Buck y Richard Axel, ganadores del Nobel de Medicina en 2004.

Uno de los aspectos que más intriga a los científicos es el “relativismo nasal”, es decir, cómo la percepción olfativa varía de individuo a individuo. No hay dos personas que huelan el mundo de la misma manera. Los seres humanos tenemos alrededor de cuatro millones de células olfativas en nuestras narices, divididas en cerca de 400 diferentes tipos de receptores olfativos y cada uno ellos viene en diversas variantes.

En un artículo publicado en 1976, el bioquímico británico John Amoore sugirió que el 7 % de los humanos eran específicamente anósmicos al olor de pescado podrido, es decir, incapaces de percibirlo.

En su estado natural, los tejidos de los peces contienen una sustancia inodora conocida como óxido de trimetilamina, crucial para los organismos que viven en ambientes salinos. Una vez que estos animales mueren y sus cuerpos quedan expuestos al aire, las enzimas y bacterias descomponen estas moléculas en otra sustancia: trimetilamina, que le confiere su desagradable olor. Su concentración se eleva a medida que aumenta el tiempo.

Para comprender por qué el olor a pescado a ciertas les parece desagradable y a otras no, la investigadora Rósa Gísladóttir escaneaó los genomas de 11 mil islandeses en busca de variantes que afecten el sentido del olfato y les pidió a voluntarios que olieran una serie de aromas, los identificaran y según su intensidad y agradabilidad.

El banco de datos de Islandia

Lo curioso es que para muchas personas el olor a pescado es tolerable, pero para otras no. Para averiguar por qué sucede esto, Gísladóttir aprovechó los beneficios de lo que se conoce como el “experimento islandés”: fundada en 1996 por el biólogo molecular Kári Stefánsson, la empresa biofarmacéutica deCODE Genetics tiene datos genealógicos de todos los habitantes de Islandia, muestras de sangre de 160.000 de esos individuos y genomas completos de unos 60.000 voluntarios de entre 18 y 96 años que han dado su consentimiento informado a esta empresa de 120 empleados para utilizar sus datos y con ellos comprender las raíces de la enfermedad, la diversidad y la evolución. Más de dos tercios de la población de Islandia ha participado en algunas de las investigaciones genéticas de deCODE a lo largo de los años.

Los investigadores les pidieron a los participantes del estudio que olieran una serie de aromas: pescado, limón, regaliz, canela, menta y banana

El equipo dirigido por Gísladóttir reclutó primero a 9.122 islandeses y examinó las variantes genéticas que influyen en la percepción del olor. Los investigadores les pidieron a los participantes del estudio que olieran una serie de aromas que se les presentaban en dispositivos similares a bolígrafos: pescado, limón, regaliz, canela, menta y banana.

Después, los voluntarios debían identificarlos, calificarlos según su intensidad y agradabilidad. Esta exploración llevó a la identificación de variantes en tres genes, que los científicos pudieron confirmar en una muestra separada de control de 2.204 islandeses. Las personas con una mutación particular del gen TAAR5 tenían más probabilidades de afirmar no oler nada cuando se les presentaba el olor a pescado o no percibirlo tan aversivo. También usaban palabras para describirlos sin relación alguna con la trimetilamina como “caramelo” o “rosa”.

Los portadores de la variante encuentran que el olor a pescado es menos intenso, menos desagradable y es menos probable que lo nombren con precisión”, indica Gísladóttir. Hasta ahora la investigación sobre este gen estaba centrada en animales: los ratones —que tienen 1200 tipos de receptores olfativos— asocian el olor a orina de depredadores con el olor del peligro e instintivamente huyen. Ahora los descubrimientos de este equipo amplían las implicaciones de esta investigación a la percepción y del olor en humanos.

Es un poco cómico que uno de nuestros principales hallazgos sobre el sentido del olfato en las personas de Islandia se relacione con el olor a pescado”, comenta. “Los islandeses hemos consumido tradicionalmente cantidades extraordinarias de pescado. Islandia es un lugar conveniente para esta investigación ya que la trimetilamina es un olor familiar en nuestra dieta”.

Debilidad por el regaliz

No fue la única sorpresa que se llevó el equipo. Los científicos islandeses también identificaron variantes genéticas asociadas con olores de canela y regaliz: mutaciones en el gen OR6C70 podrían contribuir a la preferencia por el regaliz negro.

Encontramos que las variantes comunes que influyen en la percepción del olor a regaliz y canela difieren en frecuencia entre las poblaciones. Este fue especialmente el caso de las variantes de regaliz, que son mucho más comunes en los asiáticos que en los europeos”, dice la científica. “Esto es interesante porque uno de los ingredientes del olor a regaliz, el transanetol, se encuentra en varias especias y plantas que se utilizan ampliamente en la cocina asiática y la medicina tradicional, como el anís estrellado”.

Además de contar con una raíz genética, el desprecio por los olores está modulado por la cultura. Las personas que no comen pescado encuentran su olor mucho más ofensivo que aquellas para las que este alimento forma parte de su dieta

Las investigaciones Gísladóttir y su equipo en deCODE Genetics muestran que la variación en los genes olfativos influye en la percepción del olor en los seres humanos. Pero reducir las preferencias odoríferas a la biología, reconocen, es simplista: además de contar con una raíz genética, el desprecio por el olor a pescado está también modulado en parte por la cultura. Las personas que no comen pescado encuentran su olor mucho más ofensivo que aquellas para las que este alimento forma parte de su dieta. Además, debido a que se suele asociar el pescado podrido con intoxicación alimentaria, estamos condicionados a encontrar su olor desagradable en lugar de apetitoso.

De ahí también que en inglés se use desde comienzos del siglo XIX la expresión “fishy” para describir comportamientos o circunstancias sospechosas. Como indica el psicólogo Norbert Schwarz, las expresiones para referirse a algo o alguien con carácter dudoso o turbio varían de un país a otro, aunque siempre tienen como fuente alimentos o materia orgánica en mal estado: por ejemplo, patatas o carne podrida.

Entre los miembros de la tribu Daasanach del suroeste de Etiopía, los olores relacionados con cabras y vacas, como el del estiércol, se consideran fragantes. Debido a que el ganado es fundamental para esta sociedad, olerlo sugiere riqueza y una alta posición social. En cambio, los daasanach aborrecen el olor a pescado, ya que los pescadores son considerados los miembros más bajos de sociedad y su olor se clasifica, por tanto, como desagradable.

Las respuestas a estos misterios olfativos, como demostraron los científicos de Islandia, no solo están ahí afuera sino también adentro.

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