La historia de Hua Mulan, la legendaria guerrera china que desafió las convenciones y las leyes de su época y que hoy sirve como ejemplo narrativo feminista, es una de las más estimadas en el antiguo gigante dormido. No sabemos si su balada perdida del siglo VI ni su versión posterior del XI tienen bases históricas, pero eso carece de importancia si lo que nos interesa es el puro viaje del relato. Disney sumergió en él al mundo entero con la película Mulán (Barry Cook y Tony Bancroft, 1998), uno de sus clásicos animados más decentes; y ahora vuelve a hacerlo con la versión homónima en imágenes reales de este 2020 dirigida por la neozelandesa Niki Caro.
La cineasta no se ha prodigado mucho en los veintiocho añitos que lleva ejerciendo, pues apenas ha rodado siete largometrajes si incluimos Mulán. Su ópera prima fue Memoria y deseo (1998), tan difícil de sentarse a ver como su aportación al filme episódico Dark Stories (2000). Pero el que la puso en el firmamento hollywoodiense fue el extraño y eficaz drama Whale Rider (2002), con premios en festivales y una nominación a los Oscar para la actriz novel Keisha Castle-Hughes (Juego de tronos); al que le siguió la muy obvia pero competente En tierra de hombres (2005), con más nominaciones para dos de sus actrices, Charlize Theron (Pactar con el diablo) y Frances McDormand (Barton Fink).
Luego llegó la inconsistente The Vintner’s Luck (2009), su corto “Ruby Travel” para 42 One Dream Rush (2010), recopilación en la que solo destaca “Last Day Dream”, de Chris Milk, muy por encima de los demás; la efectiva McFarland (2015) y la aceptable La casa de la esperanza (2017). Con este currículum, la lógica de que Niki Caro fuese escogida para Mulán está muy clara ante su interés clarísimo en mujeres protagonistas que deben demostrar su fuerza y lo que valen en un mundo dominado por los hombres, como de costumbre. Y casi consigue que olvidemos el mal sabor de boca de la pedestre Mulán 2 (Darrell Rooney y Lynne Southerland, 2004), aunque no supere a su predecesora.
Esta última propuesta de Disney es reconocible por el pasado de la película de animación, con ingredientes y detalles que la recuerdan, así como la trama general, por supuesto. Pero, del mismo modo que El rey león (Jon Favreau, 2019) encuentra una identidad propia mediado el metraje, la nueva Mulán se ha decidido por esa virtud. Su gran colorido, como en el caso de Aladdín (Guy Ritchie, 2019), no ayuda a la credibilidad de su ambientación de la Edad Media china, que nos debiera parecer más sucia y no similar a la de un cuento infantil. No obstante, así también nos brindan cuadros hermosos, casi oníricos y de distintos colores, y uno no puede sino admitir que disfruta al contemplarlos.
Puede antojársenos un tanto ingenua en su solemnidad y en determinadas secuencias de acción orientalizada, sobre todo para espectadores resabiados. Pero esto ocurre más bien en el tramo inicial porque, en adelante, logra que nos metamos hasta el fondo en el espíritu viejuno, severo y honorable de la historia. Y casi no hay lugar para el humor que tan estupendamente había funcionado en la primera Mulán ni, por supuesto, para el verborreico Mushu, solo algunas pizcas. Porque esta aproximación es para tomársela muy en serio, algo muy razonable que la debilita frente a la aventura de Barry Cook y Tony Bancroft, la cual nos arrancaba carcajadas y, al fin, nos conmovía con genuina sinceridad.
Y es que el competente reparto no pasa de interpretaciones arquetípicas, sin demasiados matices porque el guion de Rick Jaffa, Amanda Silver (Jurassic World), Elizabeth Martin y Lauren Hynek tampoco se lo permite. Desde la habilidosa Liu Yifei (El reino prohibido) como Mulán, quien puede darse la mano en su destreza con Donnie Yen (Rogue One) y su comandante Tung, hasta Gong Li (La maldición de la flor dorada) encarnando a Xianniang, Tzi Ma (El americano impasible) en la piel de Zhou, Yoson An (Las Luminarias) como Honghui o Jason Scott Lee (El mapa del sentimiento humano) como Böri Khan. Aunque el emperador de Jet Li (Hero) es un poco meh.
El montaje se muestra dinámico cuando corresponde, en escenas de acción o de actividades laboriosas en las que aburriría detenerse demasiado, sereno para las que exhiben la quietud o la consabida gravedad oriental u oportunamente paralelo, dándole vida a una planificación, con cámaras lentas ocasionales, que no suele relucir pero tampoco deja nunca de resultar adecuada. Si bien debe reconocerse que algunos instantes, como aquel en el que Mulán viste la armadura, habían sido ideados mejor visualmente en la película animada. Y el compositor Harry Gregson-Williams (Shrek) cumple con su refuerzo musical y a la hora de dar cohesión al producto con sonidos de Oriente, pero no brilla.
El filme no satisfará mucho a los que gustan del realismo en el cine bélico de las heridas expuestas y las espadas enrojecidas porque aquí no hay sangre ni para hacer un análisis, pero sí a los aficionados a las coreografías de lucha de estilo oriental. Y nos ofrecen una narración diferente sobre el origen de las habilidades de su protagonista, tal vez no más fácil de creer que el de la Mulán de animación pero sí con una impecable coherencia. Y una nueva villana o antiheroína que proporciona cierto reflejo imprevisto, una curiosa perspectiva especular de dos aspiraciones femeninas semejantes en bandos opuestos, para un espectáculo digno que honra a la legendaria guerrera sin maravillarnos.