En la vida abundan dos clases de personas: las que no dejan a sus hijos ni acercarse a la tierra, por temor a que se ensucien o se la introduzcan en la boca, y las que insisten en que mancharse es bueno para sus defensas y que si algo no ha pasado más de cinco minutos en el suelo se puede comer tranquilamente.

Como en tantas otras cuestiones, la actitud correcta no es blanca ni negra, sino gris, pues es cierto que el contacto de los niños con ciertos microbios puede ser beneficioso para su salud, de cara a un futuro, pero las consecuencias de una higiene inadecuada pueden ser claramente contraproducentes. ¿Cuál es entonces ese gris adecuado? La respuesta la da un equipo de investigadores de varios centros de investigación australianos, en un artículo divulgativo publicado recientemente en The Conversation.

La historia de un mito sobre higiene

En 1873, el médico inglés Charles Blackley, conocido por ser el descubridor de la rinitis alérgica causada por polen, llamada también fiebre del heno, definió esta como una enfermedad de la “clase educada”, por ser poco frecuente en agricultores o personas que vivían en el campo, con unas peores condiciones higiénico-sanitarias. Por extrapolación, pensó que podía ser precisamente la falta de higiene la que, de algún modo, estaba protegiendo a estas personas de entornos más desfavorecidos de contraer esta afección.

Su teoría se vio reforzada mucho más tarde, en 1989, cuando otro investigador británico, David Strachan, analizó los patrones alérgicos de 17.000 niños ingleses. Le llamó la atención que los hermanos menores tenían menos probabilidad de desarrollar fiebre del heno que los mayores o los hijos únicos. Al pensar cuál podría ser la razón, concluyó que posiblemente se debía a que estos niños estaban en contacto continuo con las enfermedades de sus hermanos y, además, al ser tan pequeños, no mantendrían una buena higiene, especialmente de manos, para prevenir contagios. Nació así la conocida como hipótesis de la higiene, que mantiene que el contacto con un mayor número de patógenos a edades tempranas reduce la posibilidad de contraer con el paso del tiempo tanto fiebre del heno como otras afecciones alérgicas.

Esto, según su estudio, sería el resultado de un “entrenamiento” del sistema inmunitario de los infantes, que impediría que en un futuro genere respuestas exageradas por el contacto con agentes inofensivos, como el polen.

El mito se desvanece

La teoría de estos dos investigadores ha permanecido vigente muchos años, pero a día de hoy se sabe que no era del todo cierta.

Numerosos estudios han demostrado que la contracción de un mayor número de infecciones cuando somos niños no solo no nos protege de futuras alergias, sino que puede aumentar nuestra probabilidad de padecer problemas respiratorios, como el asma, si estábamos previamente predispuestos.

No obstante, había algo cierto en lo que Blackley señaló cuando describió por primera vez la fiebre del heno. Y es que, si bien los microbios patógenos no hacen ningún bien a los niños, sí que lo hacen otros muchos, con los que pueden entrar en contacto al jugar al aire libre.

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Es importante que esos sistemas inmunitarios juveniles entren en contacto con una amplia variedad de bacterias, hongos y otros microbios no patógenos, presentes en el medio ambiente. De hecho, algunas investigaciones muestran que las personas que viven en entornos urbanos cerca de ecosistemas verdes y biodiversos suelen gozar de mejor salud, con tasas menores de diabetes, hipertensión y muertes prematuras.

La situación suele ser aún más positiva para aquellas personas que viven en entornos rurales, granjas o con núcleos boscosos cercanos. De nuevo la razón, como predijo Blackley, está en el entrenamiento del sistema inmunitario, pero con la diferencia de que, en este caso, ese adiestramiento lo favorecen microbios que no pueden aportar enfermedades ni consecuencias perjudiciales para los niños.

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Por lo tanto, sí, es bueno que los niños jueguen en el parque, que se ensucien y que vayan de excursión al campo, pero no por eso debemos descuidar la higiene básica. El lavado de manos, por ejemplo, es esencial para prevenir enfermedades como la gripe, cuyas consecuencias en los más pequeños de la casa pueden llegar a ser más graves. Eso sin tener en cuenta que, al ser más complicado convencerles de que deben evitar el contacto con otras personas cuando están enfermos, se convierten en grandes difusores de virus. Deja que tu hijo juegue en la tierra, pero no te olvides de lavarle las manos.

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