El primer pensamiento que provoca Star Wars: Episodio IX — El ascenso de Skywalker (J.J. Abrams — 2019) durante sus primeras escenas es que todo está ocurriendo de forma muy precipitada. Hay una sucesión de escenas de impecables facturas, frenéticas y nítidas que explican sobre la marcha todo lo que necesitamos saber —o el guion supone necesitamos saber— sobre el origen de toda la maldad en el universo de la última trilogía.
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La información se convierte en una colección de escenas sobre viajes a través de la galaxia y el tono tenso de Kylo Ren (Adam Driver), que se mezclan entre sí, para mostrar lo que se supone es un resumen muy sucinto sobre la trama central. A partir de ahí es notoria la decisión del director J.J. Abrams de convertir la película en una carrera contra el tiempo para contar todo lo posible de una forma esquemática y desordenada, lo cual por supuesto, no solo golpea la solidez del guion sino que además lo convierte en una interminable sucesión de situaciones que juntas, parecen no tener verdadera lógica. El mayor problema de Star Wars: Episodio IX — El ascenso de Skywalker es su necesidad de explicar y hacerlo, sin que quede la menor duda que en esta ocasión no quedarán preguntas sin responder.
Claro está, es una película para fans y las conexiones con diferentes momentos de las saga se suceden unos tras otro: pero en esta ocasión la nostalgia no es suficiente para sostener el argumento, que sigue siendo en exceso simple a pesar de sus excesos como para abarcar una historia de cuarenta años y nueve películas. Quizás nunca lo fue, pero en esta ocasión, la insistencia en utilizar guiños a la historias originales para asegurar la continuidad resulta torpe y por momento repetitiva.
Las explicaciones blandas, simples y rápidas sobre hechos de naturaleza trascendental —como por ejemplo, el regreso de la muerte del villano principal, misterio que se resuelve en una conversación de apenas un par de diálogos— demuestra que J.J. Abrams no está interesado en que la obra haga algo más que mostrar lo mejor, más vistoso y atractivo de una de las sagas más queridas de la historia del cine, sin profundizar. Cuando apenas han transcurrido veinte minutos, ya se tiene la sensación que la película es más ambiciosa que efectiva, pero sobre todo es mucho más grande que sustanciosa. Un error que convierte a Star Wars: Episodio IX — El ascenso de Skywalker en una despedida incompleta, repleta de errores pero sobre todo insatisfactoria para uno de sus hilos narrativos más poderosos y queridos.
Porque es necesario aclararlo: aunque la intención del film —y así se ha vendido durante todo este tiempo— es erigirse como el broche de oro de la historia que comenzó con Star Wars: Episodio IV — Una nueva esperanza (George Lucas — 1977), en realidad se trata de la conclusión de la historia que comenzó con Star Wars: Episodio VII — El despertar de la fuerza (J.J. Abrams — 2015). Quizás sus mejores momentos son precisamente esos: cuando recuerda el poder de contar una historia nueva y fresca, que no dependa por completo de la omnipresente presencia de Leia o Luke, su legado e importancia. Pero en realidad, son pocas las ocasiones en que el argumento no da vueltas alrededor de las mismas ideas, que celebra el legado de manera emotiva y respetuosa, pero sobre todo evade la tentación de ser un recordatorio constante que es una pieza menor en medio de una gran saga detallada, profunda y más amplia.
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Los guiones de Star Wars nunca han sido perfectos. Y su imperfección se basa en la necesidad de abarcar desde la misma óptica la aventura y la vida interior de sus personajes. Pero mientras en la trilogía original la combinación resultaba en una conmovedora versión de una Space Opera con una inteligente mirada de viejos mitos modernizados, Star Wars: The Rise of Skywalker decae en los momentos en que debería ser más épica y falla, en los que busca esa intimidad tan familiar que los fanáticos aprecian especialmente y que convirtieron a la saga completa en un hito de la historia del cine.
Para el director, la misión es crear un espectáculo a gran escala de entretenimiento puro y lo logra: es indudable que nadie se aburrirá con este argumento en que viajamos a mundo desconocidos, se tocan puntos de la mitología que hasta ahora habían resultado oscuros en el canon y se rinde un sincero homenaje a sus iconos. Pero no es suficiente cuando las partes en realidad no logran encajar entre sí. Hay respuestas —de hecho, su mayor cualidad es no dejar una sola pregunta sin responder— pero mientras a Rian Jonhson se le acusó de traicionar el canon, a J.J. Abrams probablemente se le señalará por no tomar el más mínimo riesgo para dotar de personalidad a la película, lo cual es de hecho incluso, más lamentable.
Sin duda J.J. Abrams es un discípulo —o quiere serlo— de Lucas y disfruta con las grandes escenas de batalla y apoteósicos enfrentamientos espaciales. Lo hace además, con idéntica habilidad: la cámara sigue a las naves en sus recorridos aéreos con obsesiva devoción y cuando la nueva flota de naves a la que se enfrentará la rebelión hacen su tenebrosa entrada es un espectáculo de lóbrega belleza. También hay una conciencia real sobre lo misterioso una vez que el guion enfoca su atención en el vinculo hasta ahora inexplicable que une a Rey (Daisy Ridley) y a Kylo Ren. Pero de inmediato, esa tensión bien construida desaparece en favor de nuevos vuelos trepidantes, batallas, enfrentamientos, personajes que se reencuentran sin motivo y decisiones apresuradas.
Varias de las escenas más fastuosas de la película ocurren mientras la trama se sostiene sobre esa esperanza latente, que la Fuerza, esa otra gran protagonista invisible de la historia, actúe de la manera correcta. Hay secuencias que dejan sin aliento: el esperadísimo enfrentamiento entre Rey y Kylo Ren en medio de un mar embravecido es de una intensidad asombrosa y, de hecho, es la esencia misma del film, el momento que muestra las verdaderas intenciones del guion de Abrams y Chris Terrio: el bien y el mal en un combate en fuerzas en exacta proporción, en medio de los parajes desconocidos de un universo nuevo a su alrededor.
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Pero J.J. Abrams está decidido a pagar tributo y, aunque se le agradece, no queda menos que preguntarse si la inclusión forzosa y hasta artificial de Leia Organa (interpretada por la fallecida Carrie Fisher), realmente era necesaria. El homenaje a su personaje es corto, insuficiente y la edición hace todo más complicado porque es notorio que el metraje utilizado no coincide del todo con la textura y la versión de la historia de J.J. Abrams. Algo parecido ocurre con el encantador Lando Calrissian (Billy Dee Williams) cuya aparición sorprende por su sentido casi forzado de la oportunidad.
Es evidente el esfuerzo del director por conectar y vincular prácticamente todo momento importante de las películas anteriores con la suya en un arco conclusivo que no es perfecto (está lejos de serlo) y que termina por ser endeble y confuso. Incluso viejos trucos argumentales como la aparición de Fantasmas de la Fuerza tienen tan poca consistencia que terminan convertidos en ocurrencias del guion y en un intento muy poco disimulado por conectar ideas de forma forzada de manera vistosa. Una y otra vez, recurre a los mismos trucos y pequeñas trampas para sostener el interés, pero para el tramo final de la película — el más emotivo y sin duda el mejor — resultan reiterativos y definitivamente innecesarios.
Al final, la gran pregunta sobre Star Wars: The Rise of Skywalker es la capacidad de la película para sostenerse entre incontables escenas cuyo único objetivo es causar asombro. Sin coherencia y más interesada en la velocidad que en la narrativa, el último capítulo de la Saga Skywalker resulta una apresurada mirada a un Universo que sin duda, merecía un final mucho más meditado. ¿Es una experiencia espectacular? Sin duda, pero también, una oportunidad perdida para celebrar esa amplia mitología que la película roza sin mostrar jamás más allá de la superficie en cada oportunidad posible.