Ocho horas al día, cinco días a la semana. Esa es la jornada laboral tipo en los países desarrollados, con excepciones que siguen existiendo en algunos países de América Latina -donde se puede ir a las 48 horas contando el sábado, al igual que como máximo en Europa- y otras a la baja como Francia -que marca una jornada de 35 horas semanales, aunque apenas se cumple- o Alemania, donde los obreros del sector metalúrgico lograron el año pasado una reducción a 28 horas semanales.
En los últimos meses, y en concreto en las últimas citas electorales, han sido varios los partidos y voces que han apostado por proponer una reducción de jornada. En España el nuevo partido Más País llevaba en su programa electoral reformar la ley para promover una semana con solo 4 días de trabajo. En Reino Unido, el Partido Laborista también ha prometido reducir la semana laboral estándar a 32 horas en un plazo de 10 años si vuelve al poder. A ello se suman voces de empresarios como el mexicano Carlos Slim, que incluso proponía en 2015 reducir a tres días intensivos de trabajo con cuatro de descanso.
Lo cierto es que hasta ahora todo esto se ha quedado solo en propuestas, aunque ya existen los primeros experimentos que dan parte de razón a que una reducción de los horarios de trabajo no solo mejora la felicidad de los trabajadores, sino que los hace más productivos. Hace solo unas semana Microsoft hacía públicos los resultados de un experimento llevado a cabo en sus oficinas de Japón. Tras reducir la semana a 4 días de trabajo, pero manteniendo el sueldo, la productividad de sus empleados había aumentado un 40%. Otros, como el financiado por el Gobierno sueco en 2018 en una residencia de ancianos, también concluyó que la productividad y la satisfacción tanto de los enfermeros y enfermeras como de los ancianos atendidos mejoraba, pero tuvo que concluirse porque, al mantenerse el sueldo igual, no resultaba rentable.
Trabajar menos horas y menos días: esto dicen los primeros experimentos
¿Pero por qué cuesta tanto dar un paso hacia delante en este sentido? El teletrabajo hace posible una mayor flexibilidad, al tiempo que la robotización indica según muchos informes que, o bien empezamos a trabajar menos, o simplemente no habrá trabajo para todos debido a la entrada en las cadenas de montaje y otros muchos sectores de las máquinas.
Sin embargo, la pauta de trabajar 8 horas al día cinco días a la semana sigue anclada. Un régimen que ha permanecido prácticamente inamovible desde hace ya más de 200 años. ¿Cuál es su origen y por qué sigue estando tan presente?
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De la Revolución Industrial al '888'
El origen de la jornada laboral partida en franjas de ocho horas tiene su origen en el tira y afloja entre los derechos de los trabajadores y los empresarios en la Revolución Industrial de los siglos XVIII y XIX, aunque al principio, por supuesto, esto no era sí.
Incluso se pueden encontrar antecedentes más lejanos que recogen que hace más de 400 años ya estaba estipulado que se trabajaran 8 horas diarias. En España en el año 1593 el rey Felipe II ya estableció, por un Edicto Real, la jornada de ocho horas: “Todos los obreros de las fortificaciones y las fábricas trabajarán ocho horas al día, cuatro por la mañana y cuatro por la tarde; las horas serán distribuidas por los ingenieros según el tiempo más conveniente, para evitar a los obreros el ardor del sol y permitirles el cuidar de su salud y su conservación, sin que falten a sus deberes”.
Es obvio que durante la Edad Media y el Renacimiento las condiciones de vida eran mucho más penosas para la mayoría de la población más allá de la carga de trabajo, pero existen estudios, como el libro The Overworked American: The Unexpected Decline of Leisure (El sobretrabajo en América: la inesperada caída del tiempo libre) de la economista Juliet Shore, que tomando como fuente hojas parroquiales y crónicas de la era preindustrial concluyen que se trabajaban menos horas: los campesinos tenían meses de mucho trabajo en el campo, sí, pero durante unos tres meses al año disponían de una gran parte de tiempo libre gracias a los ciclos de las cosechas.
Este sistema sin embargo se rompió por completo con la llegada de la Revolución Industrial. Entonces, en las primeras fábricas textiles y siderúrgicas, se comenzaron a montar turnos de 24 horas de trabajo para lograr la mayor producción posible. Cada trabajador, o mejor dicho cada familia, aspiraba a trabajar el máximo de horas posible para lograr un mayor salario, lo que dio pie a la entrada de la explotación infantil para conseguir cubrir el máximo de tiempo posible.
Son los mismos tiempos en los que Marx y Engles escribieron su Manifiesto Comunista diagnosticando y denunciando este panorama. Sin embargo, antes de ellos, hubo alguien que hizo un trabajo más práctico por las condiciones de los trabajadores. Su nombre era Robert Owen, un rico empresario galés del sector textil que tras iniciar algunas iniciativas filantrópicas se metió de lleno como abogado laboral, apadrinando muchas de las ideas de la entonces germinal ideología socialista.
A Owen se le acuña la conocida frase de "ocho horas de trabajo, ocho horas de recreo, ocho horas de descanso", que se dice que pronunció en 1817; el conocido '888'. Sí, más de 200 años después, es posible que aún la hayamos escuchado todos demasiadas veces.
La pelea de Owen tuvo continuidad en personalidades como el inglés Thomas Mann, uno de los padres de los primeros grandes sindicatos obreros que a mediados de la década de 1860 inició la llamada 'Liga de las ocho horas', un movimiento obrero que pedía que esa fuera la jornada laboral estipulada de lunes a sábado.
Y del 'sábado inglés' al modelo de Ford
Sobre por qué sigue siendo habitual trabajar cinco o seis días a la semana, tomando el sábado, su origen es casi tan antiguo como las religiones, ya que en cada región el 'día de guardar' era el viernes, sábado o domingo según el credo de los trabajadores.
La primera extensión de ese único día de libre albedrío la encontramos también en la Revolución Industrial, cuando en la Inglaterra del siglo XVIII solo se cerraban las fábricas los domingos. El problema era que los trabajadores aprovechaban ese único día para dar rienda suelta a sus aficiones y pasar los malos tragos de las duras condiciones laborales, algo que a menudo pasaba por el alcohol.
El resultado era que los lunes la productividad caía en picado debido a los efectos del jolgorio del día anterior. Ante esto, los empresarios tomaron la decisión de empezar a dar libre también la tarde de los sábados, algo que el argot laboral se sigue conociendo como 'sábado inglés' (los fines de semana libres desde la tarde del sexto día). De este modo, los trabajadores podían emborracharse el sábado, recuperarse de los estragos de la noche el domingo, y volver a la faena el lunes entero. Un panorama que quizá no se diferencie mucho de los fines de semana actuales.
Con el tiempo, las condiciones fueron cambiado muy poco a poco. La Revolución Rusa de 1917 concluyó y tras ella el nuevo Gobierno comunista aprobó que hubiera una jornada máxima diaria de 8 horas de trabajo. Después, las recientemente fundadas Asociación Internacional de los Trabajadores y la Organización Internacional del Trabajo también comenzaron a pedir mediante manifiestos una adopción global de las 8 horas.
Las huelgas también hicieron presión para que esto pasara. En Estados Unidos en 1868, el presidente Andrew Johnson promulgó la llamada ley Ingersoll, estableciendo la jornada de ocho horas -aunque siempre con cláusulas que permitían aumentarlas a entre 14 y 18- después de una masiva jornada de huelga el 1 de mayo.
En España, la huelga que afectó en 1919 a La Canadiense -empresa de capital de Canadá que tenía buena parte del mercado eléctrico y ferroviario en Barcelona- durante 44 días también hizo que el gobierno aplicara un decreto para promulgar la jornada de ocho horas.
Y así se fueron dando movimientos hasta que en la década de los 20 del siglo pasado, la Ford decidiera ante la sorpresa del sector reducir la jornada a solo cinco días, eliminando los sábados del calendario laboral, marcando la pauta de las ocho horas de forma firme, y doblando el salario a sus trabajadores. El modelo, que parecía una locura por la elevación de costes, acabó aumentando de forma exponencial la productividad y no solo eso, sino que también permitió con el aumento del poder adquisitivo que muchos de los empleados que fabricaban coches también pudieran comprarlos.
Desde entonces, más allá de la instalación de la jornada de 8 horas y cinco días en más países, poco se ha movido el panorama, que, como vemos, surgió no solo por el empuje de los obreros, sino también por la ventana de oportunidad que vieron algunos empresarios en aumentar la productividad de sus fábricas y vender más sus productos.