Corría el mes de noviembre de 1990 cuando una obra en una instalación de grava y arena de la localidad estadounidense de Griswold dejó al descubierto decenas de ataúdes y esqueletos humanos. Solo fue necesaria una rápida revisión a los archivos históricos de la zona para saber que allí se erigía dos siglos atrás el cementerio de Walton Family. Se hallaron un total de 28 tumbas, pero fue solo una de ellas la que llamó especialmente la atención. Bajo las iniciales JB y un número 55, que parecía corresponderse con le edad del fallecido, se encontraban los huesos de un hombre cuyo cráneo había sido separado del resto del esqueleto y colocado sobre sus dos fémures cruzados, de un modo similar al de la bandera pirata, aunque cambiando las tibias por los huesos del muslo.
Pero los científicos que se encargaron del análisis de los huesos, presentado recientemente en el Museo Nacional de Salud y Medicina de Silver Spring, no sospecharon nunca que se tratara de un corsario, sino de algo mucho más tétrico: un vampiro. En realidad en ningún momento pensaron que lo fuera, pero sí que posiblemente quienes colocaron los huesos de ese modo sí que lo creían. Ahora, casi tres décadas después del hallazgo, estos investigadores conocen la identidad del fallecido y tienen una idea bastante aproximada de la historia que le llevó a ser enterrado de un modo tan curioso y espeluznante.
Cuando los tuberculosos se confundían con vampiros
JB parecía ser un granjero o agricultor de los muchos que vivían en la zona en los siglos XVIII y XIX. Lo delataban las señales de fracturas y artritis de sus huesos, aunque estas no tuvieron nada que ver con su muerte. En realidad las marcas de su enfermedad habían quedado dibujadas principalmente en sus costillas, donde los abscesos característicos de la tuberculosis habían dejado su firma característica.
Se sabe que durante esa época hubo una gran epidemia de este trastorno pulmonar en Nueva Inglaterra y que muchos habitantes de la región, sin conocimientos médicos sobre transmisión de enfermedades, pensaban que los afectados eran vampiros que después de muertos iban mordiendo a sus allegados para diseminar el mal que los había atormentado. En realidad, en una época en la que las nociones científicas de la población brillaban por su ausencia, la visión de personas demacradas, pálidas, con los ojos hundidos en las cuencas y las comisuras de la boca llenas de sangre a causa de los esputos sanguinolentos podían llevar fácilmente a esta confusión. Se pensaba que una vez muertos estos vampiros volverían a la vida para llevar con ellos a sus amigos y familiares, por lo que sus seres queridos a menudo los desenterraban y realizaban un ritual de confirmación. Si el corazón aún contenía sangre líquida significaba que se trataba de un vampiro y podría regresar de entre los muertos y causar el terror. Por eso, procedían a extraer el órgano y quemarlo. Además, a veces los familiares inhalaban el humo resultante para protegerse del contagio.
Pero este caso era diferente. Según ha explicado a The Washington Post uno de los autores de la investigación, el arqueólogo Nicholas F. Bellantoni, el fallecido llevaría unos cinco años enterrado cuando la familia quiso asegurar que no volvería convertido en un vampiro zombie. En ese tiempo su corazón probablemente se habría descompuesto, por lo que no tuvieron nada que quemar y optaron por la segunda opción: colocar los huesos del modo que serían encontrados dos siglos después.
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Faltaba conocer la identidad del hombre. Para ello se rastrearon coincidencias entre los perfiles de ADN del cromosoma Y y datos de genealogía disponibles en Internet. Finalmente, encontraron coincidencias con el apellido Barber, que explicaría la B de las iniciales, ¿pero qué pasaba con la J? Para responder a esta preguntan estudiaron varios periódicos de la época, en busca de alguna noticia que implicara a los Barber. Así dieron con una de 1926 en la que se mencionaba la muerte de un niño, llamado Nathan Barber, cuyo padre se llamaba John. Todo cuadraba, pues cerca de la tumba del “vampiro” se había encontrado otra en la que rezaban las iniciales NB, junto a un número 13, que haría referencia a su edad.
Otras enfermedades vampíricas
La tuberculosis no fue el único trastorno que en el pasado se confundió con vampirismo. También era común que se temiera a las personas que padecían porfirias, un conjunto de enfermedades caracterizadas por la acumulación de ciertas proteínas que afectan a la síntesis de uno de los componentes de la hemoglobina. Como consecuencia, se generan un gran número de síntomas, entre los que se encuentran algunos aparentemente vampíricos, como palidez y fotosensibilidad. Además, también se desencadena una anemia intensa, que en el pasado era tratada por los curanderos administrando al paciente brebajes a base de sangre.
La ciencia detrás de la leyenda de los vampiros
Tanto las porfirias como la tuberculosis son enfermedades graves, que llevan a quienes las padecen a sufrir un verdadero tormento, que debía ser aún mayor si sus propios seres queridos creían que se habían transformado en monstruos. Es un claro ejemplo del daño que puede acarrear el desconocimiento científico. Afortunadamente, hoy en día la inmensa mayoría de la población no cree en vampiros y sabe que estos pacientes no son más que enfermos, pero el desconocimiento sigue haciendo mella de otras formas, e incluso se encuentra detrás de epidemias, como la de sarampión que se ha apoderado en el último año de varios países del globo. Por eso es tan importante divulgar ciencia entre la población y, sobre todo, enseñarles a pensar.