Iba a llamarse El último hombre en Europa, pero finalmente se quedó con el escueto título 1984, posiblemente por la decisión del editor de emplazar su lúgubre distopía en un horizonte cercano e inquietante. Con este nombre, la novela de George Orwell se publicó el 8 de junio de 1949 en Gran Bretaña y cinco días más tarde en Estados Unidos. Hace siete décadas exactamente.

Pese a los críticos que tacharon de rebuscado a su argumento y de caricaturas a sus personajes, el libro se convirtió de inmediato en un pelotazo editorial y un suceso cultural.

Como es sabido, la trama compendia las tribulaciones de Winston Smith, su infortunado protagonista, en un Londres futurista, mísero, semiderruido y sometido al yugo implacable del Big Brother, el Gran Hermano de las ediciones españolas (más apropiado hubiera sido traducirlo por “Hermano Mayor”, que expresa mejor el paternalismo de su dictadura).

En los albores de la Guerra Fría —término acuñado por el mismo Orwell, digamos de paso— existía un enorme interés político por que su argumento fuera leído en clave antisoviética. Y en verdad, muchos de sus ingredientes remiten a la historia de la URSS: la falsificación sistemática del pasado, la similitud del mostachudo Gran Hermano con Stalin y del opositor Emmanuel Goldstein con Trotsky, o la brutal reeducación de los disidentes (la novela escenifica por primera vez un lavado de cerebro).

Pero otros elementos —el poder omnímodo de la policía política, el estado de guerra permanente, el adoctrinamiento de la población— aludían en similar medida al nazifascismo.

Antisoviético... o no

La lectura anticomunista obviaba detalles decisivos. Por ejemplo: la división del planeta en tres bloques opresores, parecida al reparto de zonas de influencia entre Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética en la conferencia de Teherán; o la semejanza del Ministerio de la Verdad con los aparatos de propaganda creados por las democracias occidentales durante la Segunda Guerra Mundial para mantener a las tropas y la población uncidas al esfuerzo bélico.

Al describir el ministerio, Orwell se inspiró en su experiencia en la BBC, reveló su biógrafo Dorian Lynskey. Y pasaba por alto que la neolengua, el idioma oficial del régimen, parodiaba tanto la jerga estalinista como el habla eufemística de los políticos y otros profesionales de la persuasión.

Daba igual. Paradójicamente, el alegato contra la manipulación de las conciencias pasó a formar parte de la propaganda anticomunista. Que la firmase un intelectual independiente de izquierda aumentaba su repercusión y por eso la CIA quiso llevarla a la pantalla. La muerte prematura de Orwell no le permitió opinar acerca de esta maniobra, aunque su colaboración con cierta agencia del gobierno británico hace pensar que quizás no le hubiera molestado.

Bien mirada, ese tipo de lectura le cabe mejor a Rebelión en la Granja, su fábula de 1945. Recuperando un género de probada capacidad didáctica, Orwell compuso con la historia de la granja autogestionada por animales de corral una sátira sobre la degeneración de la revolución bolchevique y el surgimiento de una casta dirigente que justificaba sus privilegios con una declaración de principios que retorcía el ideal socialista: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”. Años más tarde, su alegoría política inspiraría una animación británica, Evasión en la granja, esta vez en favor del animalismo.

Un mundo orwelliano

Llegado el año 1984, la fecha en la que, auguraba la novela, la humanidad crujiría bajo la bota del totalitarismo, críticos y analistas celebraron el incumplimiento de su profecía. Un eufórico anuncio de Apple mostró al Gran Hermano puesto en jaque por el Macintosh 128K.

Parecía que el libro, envejecido, cedería su sitio a las distopías del ciberpunk, más a tono con los tiempos. No ocurrió así. El auge de la vigilancia electrónica reanimó el interés por la novela. Su andanada contra las tecnologías de la información le ganó nuevos lectores.

A estos les fascinaba que en su infierno rigurosamente vigilado nadie escape a las omnipresentes pantallas, los ojos del Gran Hermano. ¡Ni los paseos en el bosque se hallan al resguardo de los micrófonos! En este escenario de pesadilla, basado en el panóptico de Bentham, vieron una premonición de la sociedad del control actual.

Favorecía esa interpretación el hecho de que el Reino Unido, con cientos de miles de videocámaras diseminadas por su territorio —reservas naturales incluidas—, se hubiera convertido en una de las naciones más vigiladas. No era el único caso: fuera de las Islas Británicas el panóptico electrónico campa a sus anchas. De su dominio no se libra siquiera la plaza George Orwell que Barcelona dedicó al escritor, el primer espacio público de la ciudad puesto bajo videovigilancia.

Que el reality show Gran Hermano trivializara el asunto con sus concursantes felices de pavonear su inanidad ante la audiencia no ha evitado que cunda la alarma ante la parafernalia digital que registra nuestros gustos, opiniones y movimientos hasta un extremo inimaginable para la dictadura de 1984.

La teleserie Black Mirror, fiel al espíritu del escritor, ha sacado un buen partido de la situación, y el lenguaje común, igualmente atento, se ha adueñado del adjetivo “orwelliano” y se lo cuelga a los gobiernos que buscan amordazar a la prensa, desinformar o espiar a la ciudadanía.

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La escritura, el último refugio

Últimamente, el fenómeno de las fake news, la posverdad y los “hechos alternativos” ha espoleado reediciones masivas de 1984 y, con ello, un nuevo entendimiento de su contenido.

En una coyuntura donde, advierte Lynskey, la noción de verdad se ha desestabilizado, el texto es valorado por haber desenmascarado la retórica falsaria de los demagogos y la intoxicación como política de comunicación. En los Dos Minutos de Odio de la novela —la sesión diaria de propaganda que jalea a la ciudadanía a insultar a los enemigos del Estado—, se ha visto un anticipo de los discursos del odio proferidos por trolls y unos cuantos gobernantes.

La realidad copia al arte y por momentos dudamos si “La ignorancia es la fuerza” es un eslogan real o si las autoridades que defienden que “2+2=5” existen solo en la ficción. Hay que admitir que en otros aspectos la ficción se quedó corta, pues no llegó a imaginar al Gran Hermano tuiteando zafiedades a sus seguidores.

Tales son las tres lecturas dominantes que se han hecho de la narración de Orwell. Tres interpretaciones reveladoras de las obsesiones sociales de los últimos 70 años y de la riqueza de una obra de la que pueden extraerse significados distintos, pero siempre conectados con una idea rectora: la convicción de que la civilización moderna, tanto en su faz totalitaria como en su costado democrático-liberal, se ha transformado en una jaula de hierro que atenaza a sus integrantes.

Un legado poco conocido

Dicho lo cual, no viene mal subrayar que, en el ámbito hispanoparlante, la popularidad de 1984, junto con la de Rebelión en la Granja, ha eclipsado el resto de un legado que merecería ser más visitado. Pensemos en Sin blanca en París y Londres, crudísima crónica de sus vivencias en la cocina de un gran hotel parisino y en los circuitos de los vagabundos ingleses durante la Gran Depresión.

O en sus ensayos, joyas de la literatura anglosajona del siglo XX con títulos memorables como Matar a un elefante o Decadencia del asesinato inglés. O en esa lectura obligatoria para el lector español, Homenaje a Cataluña: el recuerdo de su participación en la Guerra Civil como voluntario en un batallón del POUM, circunstancia que le llevó a huir del país perseguido por los comunistas, quienes, con un talante muy orwelliano, le acusaban de “agente nazifranquista”.

La energía vehemente con la que fueron escritas estas piezas nos mueve a rescatar un elemento de 1984 poco considerado por las lecturas comentadas: el diario íntimo llevado a escondidas por Smith, un espacio de libertad y a la vez un acto de resistencia en un entorno en el que la gente ha renunciado a pensar por cuenta propia y, por tanto, a escribir.

Con este mensaje nos quedamos: en un mundo hipermediatizado e hipercontrolado, la escritura sigue siendo un recurso esencial a la hora de salvaguardar esos “centímetros cúbicos dentro del cráneo” que, según Orwell, constituyen el último baluarte de nuestro pensamiento, nuestra libertad y nuestra individualidad.

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