A veces, que una vacuna o cualquier otro fármaco fallen no significa que el error esté en el medicamento en sí, sino quizás en algo diferente, como el método de administración.

Esta es la premisa de la que ha partido un equipo de científicos del Instituto de Inmunología de la Jolla, para la realización de un estudio, publicado hoy en Cell, en el que se establece una técnica que hace más efectiva una vacuna ya existente frente al VIH.

¿Cómo se combate un virus?

Cuando un agente patógeno penetra en nuestro organismo, el sistema inmunitario se prepara para luchar contra él, poniendo en marcha toda su artillería, compuesta por un gran número de células con funciones muy diferentes. Entre ellas se encuentran los linfocitos B, encargados de generar las células plasmáticas, que luego se diferencian para dar lugar a los anticuerpos concretos para combatir un antígeno determinado.

Para ello, una vez que se reconoce este agente extraño los linfocitos B capaces de enfrentarse a él viajan hasta los centros germinales, situadas en los ganglios linfáticos, en las que comienzan a madurar y proliferar, a la vez que inician una serie de mutaciones que llevarán a la diferenciación en células capaces de generar anticuerpos todavía más específicos frente al antígeno. La primera autora de este estudio, Kimberly Cirelli, compara en un comunicado de prensa estos centros germinales con un gimnasio, pues los linfocitos viajan hasta él todavía débiles y comienzan una serie de cambios que los fortalecen y preparan para la batalla.

Esto ocurre de forma natural en el organismo, cuando nos exponemos a un patógeno. El problema es que en este caso puede que el sistema inmunitario no pueda combatir la infección a tiempo, mucho menos antes de que comiencen a originarse los síntomas. Y precisamente por eso son tan importantes las vacunas, que llevan a cabo una especie de simulacro, dando al organismo el patógeno atenuado o cualquier componente que inicie todo el proceso de preparación, de modo que, en caso de que se dé una infección posterior real, el cuerpo ya esté preparado para luchar contra ella.

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Hasta aquí todo está bien. El problema es que algunos agentes infecciosos, como el VIH, son bastante más duros de roer, pues al penetrar en el organismo presentan en su cubierta algunos señuelos que confunden a los linfocitos B, que se prepararán para generar anticuerpos que no tendrán nada que hacer contra el virus. Esta es la razón por la que suelen fallar las vacunas desarrolladas hasta el momento, ¿pero qué pasaría si la solución estuviese en aumentar las sesiones de gimnasio?

Un entrenamiento lento

Para responder a esta pregunta, los científicos de La Jolla llevaron a cabo un ensayo preclínico con monos rhesus, que son el mejor modelo animal para estudiar cómo responde el sistema inmunitario humano al VIH.

Todos ellos se sometieron a la administración de una vacuna frente al VIH, pero previamente se dividieron en tres grupos. Uno, en el que los miembros recibieron la vacuna por la vía de administración habitual, otro en el que se realizaron varias dosis parciales y crecientes de la misma durante doce días y un tercero en el que se colocó a los animales una bomba de liberación lenta, que iba “soltando” poco a poco la vacuna.

Aparte de esto, se llevó a cabo otro paso, consistente en extraer cada cierto tiempo muestras del centro germinal de los ganglios linfáticos, con el fin de comprobar cómo evolucionaban los linfocitos B presentes en él.

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Finalizado todo esto, se comprobó que el primer grupo de monos había desarrollado una respuesta frente al virus muy mala, como suele pasar con las vacunas convencionales. Sin embargo, los otros dos grupos sí que consiguieron una mayor cantidad de anticuerpos, que además eran más eficientes en la lucha contra el VIH.

Esto demuestra la importancia que tiene la liberación lenta y da cabida al futuro desarrollo de ensayos clínicos similares en humanos, en cuyo caso se podría cambiar la bomba empleada en monos, por una píldora de liberación lenta. Al fin y al cabo, estas dos últimas palabras parecen ser la clave: “liberación lenta”. Y es que, si nosotros necesitamos pasar una buena temporada en el gimnasio para comenzar a percibir los efectos, no podemos pedirle a nuestro sistema inmunitario que pretenda conseguirlo tan rápido.

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