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Leigh Prather: Shutterstock

Los transposones, también llamados elementos genéticos transponibles, son  unas secuencias de ADN extremadamente curiosas. No solo por su peculiar comportamiento en el genoma, sino también por la singular historia que rodeó su descubrimiento. La científica estadounidense Barbara McClintock llevaba décadas estudiando la genética del maíz y había algo que le llamaba poderosamente la atención: la gran variedad de colores que podían presentar los granos de maíz en una sola mazorca. ¿Cómo era posible que existiera tal riqueza de colores cuando originalmente el material genético presente en todas las células de la misma mazorca debería ser el mismo?

Entre los años 1940 y 1950 McClintock descubrió que este fenómeno se debía a que los genes responsables de los colores se activaban o desactivaban debido a la acción de unos elementos muy peculiares y "traviesos", los transposones. McClintock descubrió que los transposones tenían la habilidad especial para saltar de aquí a allá por el genoma del maíz al azar, provocando cambios imprevisibles en el ADN de cada célula. Como si dejaras a gatos solos frente a un árbol de Navidad, era imposible saber qué consecuencias podían ocurrir debido al comportamiento de los transposones sobre el ADN. Precisamente por esta habilidad a estos diablillos genéticos también se les conoce cariñosamente como genes saltarines.

El hallazgo de McClintock fue tan rompedor y pionero para la época que recibió grandes críticas por otros científicos que cuestionaban sus estudios y no aceptaban los resultados. Hasta tal punto llegaron las controversias y las presiones que la bióloga dejó de publicar sus investigaciones por una temporada a partir de 1953. Mucho tiempo después, gracias al descubrimiento de que los transposones también actuaban en bacterias, se confirmó definitivamente el descubrimiento de McClintock. Tal logro la hizo merecedora del Premio Nobel en 1983, 35 años después de que publicara al respecto.

El genoma humano podría contener un 20% menos de genes codificantes

Los genes saltarines, que suponen más del 80 % del genoma del maíz, son capaces de causar mutaciones muy variadas al saltar por el genoma pueden mover secuencias de ADN de un sitio a otro, eliminar o añadir fragmentos de ADN, replicarse a sí mismos... Además, las mutaciones pueden ser diferentes entre las distintas células de un mismo organismo, provocando lo que se llama mosaicismo, es decir, presencia de células con diferente ADN en un mismo ser vivo.

Casi todos los organismos poseen transposones, incluidos, por supuesto, los seres humanos. Las mutaciones al azar inducidas por los genes saltarines reflejan que estos diablillos son un verdadero motor de la evolución, pues han contribuido de forma rotunda a los cambios genéticos de las especies a lo largo de millones de años. En la absoluta mayoría de los casos, las mutaciones que producen no tienen ningún efecto sobre el organismo y pasan sin pena ni gloria. Sin embargo, en  ocasiones, los transposones podían causar mutaciones favorables que hicieran a un determinado organismo más apto para la supervivencia. En otros casos, sin embargo, podían provocar mutaciones dañinas que desencadenaran enfermedades o desventajas frente a otros organismos. Toda una ruleta rusa genética que ha aumentado la diversidad genética y ha influido, sin duda, en la aparición de las especies que existimos en la actualidad.

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Mazorcas de maíz con granos de diferentes colores gracias al efecto de los transposones. Fuente: Wikipedia.

El ser humano tampoco se libra de los impredecibles efectos de los genes saltarines. De hecho, casi el 45 % del genoma humano está compuesto por transposones. Por suerte, la absoluta mayoría de ellos se encuentran inactivos y no suelen jugarnos malas pasadas porque ya no son capaces de saltar, o bien están "domesticados" y actúan de forma controlada para nuestro beneficio. Por otro lado, cuando saltan, casi nunca suelen tener consecuencias apreciables. Sin embargo, en ocasiones, los genes saltarines pueden tocarnos muy fuerte las narices. Durante el desarrollo embrionario tiene lugar la mayor actividad  de los transposones y es durante esos críticos momentos cuando estos diablillos pueden "condenar" el futuro de un ser humano.

De hecho, se han documentado, de momento, alrededor de 65 enfermedades genéticas que pueden ser provocadas por los efectos de los genes saltarines. Posiblemente esto es solo la punta visible del iceberg, pues nuestro conocimiento del tema es muy limitado todavía.

Es imposible predecir qué ocurrirá con cada fecundación cuando los transposones salten por el genoma y se inserten por el ADN al azar. Entre las enfermedades que podrían originar los genes saltarines se encuentra la hemofilia, algunos tipos de cáncer, esclerosis múltiple, diabetes tipo I, artritis reumatoide, lupus, psoriasis, esquizofrenia, autismo, porfiria... Además, el estrés y el alcohol vuelven más inquietos a los genes saltarines, que brincan con más frecuencia como respuesta.

Se calcula que los transposones L1 y SVA se insertan en nuevos lugares del ADN humano en 1 de cada 108 nacimientos y en 1 de cada 916 nacimientos respectivamente. Aunque el gen saltarín más activo, con diferencia, es el Alu. En 1 de cada 20 nacimientos, este elemento se ha insertado al azar en algún lugar del genoma del recién nacido. Por ejemplo, se han detectado casos de pacientes que sufren hemofilia porque al gen saltarín L1 le dio por "colarse" en el gen del factor VIII de la coagulación durante el desarrollo embrionario, alterando su función.

¿Qué puede decir realmente sobre ti un test de ADN?

De todas las partes del cuerpo humano donde los genes saltarines brincan de aquí y allá durante el desarrollo embrionario, el cerebro es el lugar donde lo hacen con más frecuencia. Debido a ello, en el interior del cerebro, especialmente en el hipocampo, se encuentran células con ADN ligeramente diferente debido a los efectos de los transposones. ¿Por qué el hipocampo? Porque es una de las regiones del cerebro con mayor producción de nuevas neuronas a lo largo de toda la vida y las condiciones son ideales para los transposones. Como consecuencia, estas mutaciones cerebrales provocadas por los genes saltarines influyen en la aparición de enfermedades como la enfermedad de Alzheimer, la esclerosis lateral amiotrófica o la degeneración lobar frontotemporal, entre otras muchas.

Así pues, los genes saltarines son una verdadera arma de doble filo en nuestro interior. A pesar de que suponen casi un 50 % de nuestro genoma, han participado en nuestra evolución y están implicados en procesos vitales para nosotros, son totalmente imprevisibles. Cada vez que se activan y empiezan a saltar, una ruleta rusa genética tiene lugar, dejando el destino de las personas en las manos del azar.

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