Según la OMS los trastornos del espectro autista (TEA) son un grupo de afecciones caracterizadas por algún grado de alteración del comportamiento social, la comunicación y el lenguaje, que se dan en 1 de cada 160 niños. A pesar de ser tan frecuente, su origen exacto sigue siendo un misterio, aunque sí que se sabe que tiene un componente genético que también se ve influenciado por factores ambientales.

Contra la genética es complicado luchar, aunque existan algunas herramientas para ello. Sin embargo, eliminar aquellos componentes ambientales vinculados a la enfermedad sí puede ser sencillo, siempre que se sepa cuáles son. Por eso, el objetivo de muchos estudios científicos es precisamente detectarlos.

Lamentablemente, a lo largo de la historia han saltado muchas falsas alarmas en torno a este tema. La más famosa, que aún a día de hoy sigue causando un peligroso efecto, es la que lanzó el doctor Andrew Wakefield, en un trabajo publicado en Lancet, en 1998. El estudio, del que más tarde tuvo que retractarse, concluía que la vacuna triple vírica estaba vinculada a la aparición de casos de autismo en niños. Pronto se supo que sus experimentos habían sido fraudulentos y que no había ninguna posibilidad de que esto ocurriera. Sin embargo, veinte años después sigue habiendo personas que eligen no vacunar a sus hijos por miedo al autismo, exponiéndolos a ellos y a quiénes les rodean a graves enfermedades.

Ahora, un equipo de investigadores, liderado por el doctor Alan S. Brown, de la Universidad de Columbia, ha publicado en American Journal of Psychiatry un estudio en el que se analiza un nuevo factor ambiental que podría estar vinculado a los nacimientos de niños autistas. Su publicación ha causado un gran revuelo, pero no por lo que dice el trabajo; sino, más bien, por la forma en que se ha interpretado.

El estudio de la polémica

Apenas ha pasado una semana desde la condena a Monsanto por la denuncia de un paciente de cáncer que culpa al glifosato de su enfermedad. Ahora, los posibles riesgos para la salud de los pesticidas vuelven a estar en el punto de mira de la sociedad.

Esta vez, la causa es un estudio que analiza los efectos de la presencia de diversas sustancias químicas en la sangre de más de un millón de madres finlandesas, cuyos embarazos habían tenido lugar entre 1987 y 2005.

De todos los niños nacidos de esas mujeres, 1300 habían sido diagnosticados con autismo, pero sólo participaron en el estudio 778; que, junto a sus madres, se compararon con otros 778 niños no autistas y sus progenitoras.

De este análisis se concluyó que en las mujeres que habían estado expuestas a p,p’-DDE aumentaba notablemente la probabilidad de tener hijos con trastornos del espectro autista. Esta sustancia es un metabolito del DDT, que tiene la capacidad de llegar hasta el feto.

Los investigadores analizaron también la exposición de las embarazadas a los bifenilos policlorados, pero no pudieron encontrar ninguna vinculación entre su presencia en sangre y la probabilidad de dar a luz a niños con autismo.

DDT: Una historia cargada de luces y sombras

El DDT es un insecticida que se hizo muy popular en los años 40, adquiriendo mucha fama durante la II Guerra Mundial por su papel en la detención de la proliferación de enfermedades transmitidas por insectos, como el paludismo o el tifus.

Pronto se convirtió en un aliado esencial en la lucha contra plagas, hasta el punto de valerle el Premio Nobel de Fisiología a su descubridor, el químico Paul Hermann Müller, en 1948.

Sin embargo, con el tiempo se descubrió que tiene una vida media muy larga, por lo que se acumula durante años en el suelo y el agua y en los tejidos de plantas y animales, pudiendo causar serios problemas de salud a estos últimos.

Por ese motivo, en los años 70 comenzó a reducirse su uso en la Unión Europea, hasta prohibirse totalmente en 1986. Desde entonces se han seguido controlando sus niveles en plantas y animales europeos y se ha podido comprobar que, afortunadamente, se han reducido en un 90% desde 2006.

A día de hoy sólo se usa en algunos países poco desarrollados, en los que las enfermedades transmitidas por insectos son un problema importante para la salud pública. Es por este motivo que su relación con la formación del autismo no tendría por qué generar alarmas en gran parte del planeta.

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No todos los pesticidas son iguales

La razón por la que este nuevo estudio ha causado un gran revuelo ha sido el titular empleado por algunos medios de comunicación, que alertan de la relación entre la exposición a pesticidas y la probabilidad de tener hijos autistas.

Según la FAO, se define como pesticida o plaguicida cualquier sustancia o mezcla de sustancias destinadas a prevenir, destruir o controlar cualquier plaga, incluyendo los vectores de enfermedades humanas o de los animales, las especies no deseadas de plantas o animales que causan perjuicio o que interfieren de cualquier otra forma en la producción, elaboración, almacenamiento, transporte o comercialización de alimentos, productos agrícolas, madera y productos de madera o alimentos para animales, o que pueden administrarse a los animales para combatir insectos, arácnidos u otras plagas en o sobre sus cuerpos.

Esto no incluiría sólo al DDT, sino también a cualquier otro herbicida o insecticida, incluidos los que contienen los bifenilos policlorados para los que no se encontró ninguna vinculación en el estudio. Por lo tanto, buena parte de los titulares que han bombardeado recientemente Internet no se correspondería con la realidad del estudio de la Universidad de Columbia. Lógicamente, el fenómeno ha despertado el descontento de muchos investigadores y divulgadores, que han manifestado su opinión en sus redes sociales. Por ejemplo,la revista Principia ha publicado en su cuenta de Twitter un hilo en el que se aclara a la perfección el tema.

Pero no sólo se debe hacer un llamamiento a la tranquilidad por la falta de concreción de algunos titulares, sino porque ni siquiera se puede afirmar tajantemente que haya relación con el DDT como tal. Primero habría que comprobar si existe una causa para esta vinculación o si no se trata de otra de tantas correlaciones casuales.

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Por ahora, los responsables del estudio consideran que la causa podría ser que el DDT sí que aumenta las probabilidades de tener hijos prematuros o con bajo peso al nacer; algo que también se relaciona directamente con el autismo. Además, se ha comprobado que este insecticida tiene la capacidad de unirse a los receptores de andrógenos y estudios en roedores han demostrado que las sustancias con esta cualidad a menudo alteran el desarrollo cerebral del feto.

De cualquier modo, será necesaria más investigación para saber qué ocurre exactamente y, sobre todo, mucha cautela frente a titulares inexactos. Sólo así se evitará que cunda el pánico.