Tal vez solo las personas a las que les interesa verdaderamente el desarrollo científico y el pensamiento escéptico sepan quién fue el neoyorkino Richard Feynman. El físico teórico del Instituto Tecnológico de Massachusetts y la Universidad de Princeton, **ganador del premio Nobel en 1965**, es conocido sobre todo por su trabajo en mecánica y electrodinámica cuánticas, por formular los principios de la nanotecnología, por su participación en el Proyecto Manhattan para producir la bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial y en la Comisión Rogers, encargada de esclarecer el desastre del transbordador espacial Challenger en 1986, por su obra como divulgador de su área y por su ateísmo declarado.
Dos extraños tipos de cáncer, un liposarcoma y una macroglobulinemia de Waldenström, acabaron con su vida el 15 de febrero de 1988, justo tres décadas atrás, y se supone que sus últimas palabras recogidas fueron estas: “No me gustaría morir dos veces; es tan aburrido…”. Pero no son las únicas que nos dejó para el recuerdo en los sesenta y nueve años que estuvo paseando su serena lucidez por el mundo, sino que que hay muchas otras que suelen citarse y que también circulan por las redes, como indicativo de por qué *en los resultados de una encuesta de la revista británica Physics World, realizada en 1999, aparece entre los diez físicos más importantes de la historia*.
Por ejemplo, algo tan fundamental como lo que va a continuación, que tal vez deberían tatuarse en una zona corporal bien visible todos aquellos que navegan jovialmente por las procelosas aguas de los disparates pseudocientíficos y del pensamiento mágico: “El principio de la ciencia, casi la definición, es el siguiente: «La prueba de todo conocimiento es el experimento». El experimento es el único juez de la verdad científica”. Porque, según él, “hay que tener la mente abierta, pero no tanto como para que se te caiga el cerebro”, y “capacidad experimental, honestidad en la publicación de los resultados e inteligencia para interpretarlos”, pues “hay que demostrar nuestras equivocaciones lo más rápido posible; es la única manera de avanzar”.
Como defensor insobornable del pensamiento crítico, Feynman sabía que “lo que necesitamos es imaginación, pero imaginación encorsetada en la terrible camisa de fuerza que es el conocimiento”, que “no importa cuán hermosa sea tu conjetura, no importa cuán inteligente seas, quién hiciese la conjetura o cómo se llame. Si no está de acuerdo con el experimento, está mal”. No obstante, desconocía “lo que le pasa a la gente: no aprenden comprendiendo, aprenden de alguna otra forma, por la rutina o de algún otro modo. ¡Qué frágil es su conocimiento!”. Y se demostró capaz de comprender, en una muestra de humildad bien entendida, que “cuando un científico examina problemas no científicos, puede ser tan listo o tan tonto como cualquier prójimo, y de que cuando habla de un asunto no científico, puede sonar igual de ingenuo que cualquier persona no puesta en la materia”.
Si bien no le preocupaba, y como ateo sin la avidez exigente de que le tranquilizasen con maravillas de la revelación religiosa, se pudo tomar la incertidumbre de la vida humana con paradójica sabiduría y sosiego absoluto: “No debo tener una respuesta. No me siento aterrorizado por no conocer cosas, por estar perdido en este misterioso universo sin tener ningún propósito, que es el modo en que la realidad es, hasta donde puedo decir, posiblemente. Esto no me aterra”. Sin embargo, su conocimiento firme tampoco se podía poner en duda: “Para aquellos que no conocen las matemáticas, es difícil sentir la belleza de la naturaleza… Si quieren aprender sobre la naturaleza, apreciar la naturaleza, es necesario aprender el lenguaje en el que habla”.
Con una comparación risueña, consideraba por otra parte que “la física es a las matemáticas lo que el sexo a la masturbación”, pues “la física es como el sexo: seguro que da alguna compensación práctica, pero no es por eso por lo que lo hacemos”. Y, pese a que el bueno de Feynman se comunicase con la naturaleza casi de tú a tú entonces, no se engañaba al respecto, y decía que “la mecánica cuántica describe la naturaleza como algo absurdo para el sentido común, pero concuerda plenamente con las pruebas experimentales”; y remataba: “Espero que ustedes puedan aceptar la naturaleza tal y como es: absurda”. Porque “las cosas más importantes de la naturaleza parecen ser resultado del azar o de los accidentes”, y “ni siquiera la propia naturaleza sabe qué camino va a seguir un electrón”.
Con su mente despejada, dijo sin contemplaciones: “No me parece que este universo fantásticamente maravilloso, esta tremenda gama de tiempo y espacio y diferentes tipos de animales, y todos los distintos planetas, y todos estos átomos con todos sus movimientos, etcétera, todo esto interconectado pueda simplemente ser un escenario para que Dios vea a los seres humanos luchar por el bien y el mal, que es la visión que tiene la religión. El escenario es demasiado grande para el drama”. Y es que “Dios siempre ha sido inventado para explicar misterios. A Dios siempre se lo inventa para explicar esas cosas que no entiendes. Ahora, cuando finalmente descubres cómo funciona algo, obtienes algunas leyes que le estás quitando a Dios; ya no lo necesitas más”.
Desde luego, no se andaba con circunloquios al abordar estas cuestiones. He aquí otro ejemplo pertinente: “La observación que leí en alguna parte, que la ciencia está bien siempre y cuando no ataque a la religión, fue la clave que necesitaba para comprender el problema. Mientras no ataque a la religión, no es necesario prestarle atención y nadie tiene que aprender nada”. Ni al referirse al tratamiento de las ciencias en el arte: “¿Qué hombres son poetas que podrían hablar de Júpiter si fuera un hombre, pero si es una inmensa esfera giratoria de metano y amoníaco deben permanecer en silencio?”. O a la filosofía vital de tres al cuarto: “Una persona habla con tales generalidades que todos pueden entenderlo y se considera una filosofía profunda. Sin embargo, me gustaría ser mucho más especial y ser entendido de una forma honesta, no de una forma vaga”.
Aunque, “demonios, si pudiera explicárselo a la persona promedio, no hubiera valido la pena el premio Nobel”. Y no eso solamente: “Creo que puedo decir con seguridad”, afirmó un día de asombro público, “que nadie entiende la mecánica cuántica”. Sin embargo, por encima de las dificultades numerosas y de la incomprensión reinante, su compromiso ilustrado no se alteró ni un tanto así: “Es responsabilidad nuestra hacer lo que podamos, aprender lo que podamos, mejorar las soluciones y transmitirlas a nuestros sucesores”, aseguraba. “Es responsabilidad nuestra dejar la manos libres a las generaciones futuras”. Y prosiguió de esta forma: “Es nuestra responsabilidad como científicos, sabiendo el gran progreso que proviene de una filosofía satisfactoria de la ignorancia, el gran progreso que es fruto de la libertad de pensamiento, para proclamar el valor de esta libertad, para enseñar cómo la duda no debe temerse sino ser bienvenida y debatida, y exigir esta libertad como nuestro deber para todas las generaciones venideras”. Las mismas generaciones que, de verdad, estamos y estaremos siempre en deuda con el gran Richard Feynman.