Este mes de enero el Gobierno de Suiza anunció la revisión de varias de sus leyes sobre protección animal, entre ellas se encuentra la prohibición de hervir vivas a las langostas y otros crustáceos, una práctica culinaria extendida en todo el mundo y que se usa bajo la creencia de que así conservan mejor su sabor.

La norma, que entrará en vigor el próximo mes de marzo, solo dejará cocinar a estos animales después de “aturdirlos” mediante descargas eléctricas o tras la “destrucción mecánica” de su cerebro, todo con el fin de evitar su sufrimiento, visible por los movimientos del animal al ser introducidos en una olla vivo, pero también demostrados en distintos estudios.

Suiza siempre ha ido unos pasos por delante de la mayoría de estados en materia de protección animal, Con esta nueva revisión se han introducido también otras medidas como prohibir los collares que dan descargas a los perros cuando ladran, pero ya en 2008 el país prohibió, por ejemplo, tener solo una cobaya o un periquito como animal de compañía. Obligaba a tener como mínimo una pareja, tras hacer suyos otros informes que demostraban que estos animales se sienten solos cuando no están en comunidad.

La prohibición de hervir langostas vivas abre sin embargo un campo en el que las leyes aún no habían entrado, el de la gastronomía. El dolor en los crustáceos es un tema que aún genera cierto debate en la comunidad científica, aunque en la actualidad la mayoría de investigadores se inclinan a pensar que sí lo padecen. Gran parte del problema a la hora de resolver esta pregunta radica en la dificultad de medir el dolor físico en los invertebrados y los artrópodos, y yendo más allá, ligarlo a un sufrimiento, que es la respuesta emocional al mismo.

Por el momento los crustáceos han cumplido varios de los criterios que más se usan para medir si un animal no-humano siente dolor. Se sabe que las langostas cuentan con 100.000 células nerviosas (el ser humano tiene aproximadamente 100.000 millones), responden a un daño físico -si intentan salir de la olla es que no están muy a gusto, obvio- y además se ha probado que tienen mejor resistencia a este dolor si se les aplica antes un anestésico. Es decir, si responden menos a algo que les puede causar daño cuando están anestesiados, es porque sin anestesia les provoca dolor.

Un estudio de 2013 publicado en la revista Journal of Experimental Biology probó el dolor en crustáceos de una forma más clara. Introdujeron a varios cangrejos en un compartimento que contaba con un espacio con luz, y otro sin luz. El que estaba oscuro les proporcionaba una pequeña descarga eléctrica. Al repetir el experimento, los cangrejos rehusaban entrar al espacio oscuro, demostrando para los investigadores un recuerdo del dolor que les hacía prevenirse.

Existen también posiciones científicas en contra. La Universidad de Maine cuenta desde hace décadas con un Instituto de la Langosta donde se dedican a investigar la especie. Esta institución defiende que el sistema nervioso de las langostas es muy primitivo, y que varios estudios propios han concluido que no sienten dolor y que sus movimientos al ser introducidos en el agua hirviendo responden a un acto de reflejo.

Las consideraciones de la Univeridad de Maine han sido puestas en discusión, no obstante, por otros investigadores y asociaciones animalistas. No en vano, Maine es el centro de referencia de la langosta en Estados Unidos, celebrando cada año una de las mayores ferias gastronómicas del mundo en torno a este animal.

El dolor de lo que nos comemos: una cuestión entre la moral, la cultura y la ciencia

Los avances en estudios de cognición animal han hecho que nos preocupemos más por el resto de animales, o que al menos nos pese más el trato que les damos. La Unión Europea prohíbe desde 2013 cualquier experimento con grandes simios, con el fin de evitar el sufrimiento a nuestros parientes más cercanos, y de los que se conoce sobremanera su capacidad para sentir y comunicar su dolor. Aún así se sigue permitiendo el uso del resto de primates “únicamente en aquellos ámbitos biomédicos esenciales para el beneficio del ser humano”.

Antes que Suiza, en Italia una sentencia judicial ya prohibió que se mantuviera en hielo a crustáceos como las langostas al considerar que se les hacía sufrir al no estar en su medio natural, aunque respaldaba la práctica de hervirlas por considerarla un acto extendido. En España, donde esta semana se ha ratificado con 30 años de retraso la normativa europea de protección animal, desde los noventa está prohibido realizar la matanza del cerdo con los métodos de antaño -degollándolos vivos- obligando a aturdirlos o sedarlos primero. Mientras, en Noruega, antiguo principal productor de pieles de animales, se han propuesto suprimir todas las granjas peleteras de aquí al año 2025.

Sin embargo en la legislación, al menos hasta ahora, apenas había quedado espacio para animales que no fueran mamíferos, y ello a pesar de que importantes grupos de científicos se han posicionado a favor, ya no de impedir según qué prácticas mediante leyes, pero al menos sí que seamos conscientes de la capacidad de la práctica totalidad de especies para sentir conciencia de sí mismo, y por lo tanto dolor.

El 7 de julio de 2012, científicos cognitivos, neurofisiólogos y neurocientíficos computacionales que asistieron a una convención en la Universidad de Cambridge firmaron la Declaración sobre la Conciencia. Este texto reconoce que, a pesar de tener cerebros y estructuras muy diferentes, otras especies piensan, sienten y experimentan.

Los investigadores, entre los que se encuentran profesores del MIT o el Instituto Max Planck, concluyeron que la ausencia de neocórtex -la parte más evolucionada y racional de un cerebro- “no significa que un organismo no experimente estados afectivos […] El grueso de la evidencia indica que los humanos no somos los únicos en poseer la base neurológica que da lugar a la conciencia. Los animales no humanos, incluyendo a todos los mamíferos y pájaros, y otras muchas criaturas, incluyendo a los pulpos, también poseen estos sustratos neurológicos".

Si se toman como válidas estas conclusiones, a partir de ahí se abre el evidente dilema moral, y también cultural. En su libro Some We Love, Some We Hate, Some We Eat, el antrozoólogo Hal Herzog hace un recorrido histórico y cultural sobre cómo actúa el ser humano sobre otros seres. Desde dudas tan evidentes como por qué en el mundo occidental los perros son considerados los mejores amigos del hombre mientras en algunos países de Asia se comen, hasta otras más peliagudas como por qué el partido nazi, durante el régimen de Hitler, promulgó una de las normativas más avanzadas de su época en materia de bienestar animal mientras masacraba a decenas de miles de personas. La respuesta que da Herzog, tan clara como complicada, es que todo depende de los sesgos culturales y las circunstancias de cada sociedad.

Llevado este dilema moral al extremo, que implica la conveniencia o no de que el ser humano imprima dolor sobre otros seres con el fin de alimentarse o de beneficiarse, surgió el especismo. Una corriente de ideales nacida en los 70 de la mano del filósofo británico Richard D. Ryder que entiende que dada la capacidad de sentir, el hombre actúa de forma amoral con los otros animales.

La compleja respuesta a este pensamiento ha dado lugar a posicionamientos como el auge del veganismo o las leyes que actualmente están tomando algunos estados, aunque también ha desarrollado respuestas filosóficas como la que dan los pensadores utilitaristas, otra corriente capitalizada por el filósofo australiano Peter Singer. Este autor, vegetariano aunque no tan reacio a la alimentación animal, entiende que si bien se da por hecho el problema moral de la capacidad de sentir de todos los seres, el camino que ha de seguirse es el de la "minimización del sufrimiento" de todos ellos Es decir, que si tienes que comer langosta lo hagas, pero por favor, no la hiervas viva.