Estados Unidos y Rusia mantuvieron durante décadas una suerte de hegemonía en el espacio. Pero todo cambió el 7 de febrero de 2008, un día como hoy hace diez años, cuando Europa logró poner en órbita Columbus. Digno sucesor del mismísimo Cristobal Colón, de quien heredó el nombre y también el objetivo de conquistar el nuevo mundo, se convirtió en el primer componente europeo de la Estación Espacial Internacional (ISS, por sus siglas en inglés). Desde entonces el módulo ha realizado importantes contribuciones para comprender qué ocurre en condiciones de microgravedad.
Columbus había llegado a Estados Unidos el 30 de mayo de 2006, después de completar la primera parte del ensamblaje en Turín (Italia) y la segunda en Bremen (Alemania). Fue allí, en la ciudad de los trotamúsicos y ante la atenta mirada de la canciller Angela Merkel, donde el laboratorio espacial emprendió el vuelo transatlántico a bordo de un Airbus A300-600 Beluga. Dos paradas nocturnas en Islandia y Canadá y otras cortas paradas de reabastecimiento en Groenlandia y Cleveland fueron suficientes para que Columbus aterrizase con éxito en Florida.
El módulo cilíndrico vacío, con un diámetro de 4,5 metros y un peso de 10 toneladas, fue trasladado a una sala limpia del Centro Espacial John F. Kennedy de Cabo Cañaveral (Florida, Estados Unidos). Allí pasaría sus últimos meses mientras los equipos de la NASA ponían a punto los últimos procedimientos antes de su lanzamiento al espacio. El despegue del Columbus, que fue retrasado en varias ocasiones como consecuencia de los problemas burocráticos y del trágico accidente del transbordador espacial Columbia, finalmente ocurrió un día como hoy hace una década. El laboratorio partió desde Cabo Cañaveral a bordo del Atlantis, un transbordador en el que también viajaban siete personas.
Cuatro días después de su lanzamiento, el Columbus alcanzó su gran objetivo: la Estación Espacial Internacional. El 11 de febrero de 2008, la tripulación consiguió capturar el módulo europeo, el primero en acoplarse a la ISS después de Rusia y Estados Unidos. Así fue como, tras dos décadas de trabajo, Columbus se convirtió en el primer laboratorio permanente europeo en órbita, a 400 kilómetros de la superficie terrestre, y el viejo continente pasó a ser socio de pleno derecho de la ISS. La aventura de Columbus solo acababa de empezar: a pesar de ser el componente más pequeño de la Estación Espacial Internacional, su gran sofisticación le ha permitido estar a la altura de otros módulos en relación a la información científica generada, entre otros aspectos.
Cientos de experimentos sobre microgravedad
Desde hace una década, Columbus viaja alrededor de la Tierra a una velocidad de aproximadamente 28.000 kilómetros por hora. En un espacio de apenas 75 metros cúbicos y una longitud de menos de 7 metros, los astronautas que han formado parte de las diferentes tripulaciones han logrado completar 225 experimentos en condiciones de microgravedad. Estudios que nos han permitido avanzar en disciplinas tan variadas como la astrobiología, la ciencia solar, la psicología o la metalurgia.
Del total de diez estantes disponibles en el laboratorio, la Agencia Espacial Europea cuenta con la mitad de espacio para llevar a cabo experimentos donde es posible estudiar los efectos de la microgravedad sobre el cuerpo humano —un trabajo que podría ayudar a la hora de abordar ciertas enfermedades musculares—, cultivar seres vivos como insectos, plantas o microorganismos o analizar el comportamiento de los líquidos en estas condiciones tan especiales. La actividad del módulo está dirigida desde el Centro de Control Columbus, situado en las instalaciones de la agencia alemana DLR cerca de Múnich.
Una década después de su lanzamiento, el controvertido programa comunitario —que supuso una inversión de 100.000 millones de euros por aquel entonces— ha cumplido los objetivos propuestos. Europa logró instalarse de forma definitiva en el espacio con el despegue de este laboratorio, cumpliendo así uno de los fines establecidos en Roma en el año 1985, cuando se decidió construir un módulo para la futura ISS, que no recibiría luz verde hasta 1995. Su exitoso despegue hace ahora diez años marcó una nueva época en la historia de la exploración espacial europea, aunque contó con una exigua financiación española, que aportó algo menos del 3% para su construcción definitiva.