En la historia de la ciencia se han dado auténticas barbaridades. Pruebas con animales que hoy no perdonaría nadie, o investigaciones de conducta con personas como la de la cárcel de Stanford, que se han saldado como una especie de pasado incómodo sobre los límites de la experimentación. Sin embargo, pocos se pueden acercar por su carácter perturbador al denominado experimento de Little Albert o Pequeño Albert: El salvaje intento por probar con un bebé que las fobias pueden ser condicionadas y aprendidas. Y lo que es peor, conseguirlo.
Esta idea surgió de la mente de John Broadus Watson, reconocido padre de la rama conductista de la psicología, que desde 1913 había comenzado a probar en animales sus tesis. Estas bebían directamente del los estudios de Iván Pavlov, fisiólogo ruso que ganó el Nobel en 1904 por sus estudios sobre el sistema digestivo, pero que también sentó precedentes sobre la psicología.
Pavlov describió por primera vez el sistema de aprendizaje asociativo que hoy conocemos como Condicionamiento Clásico, que basa el comportamiento de los animales (y Watson quiso probar con el pequeño Albert que también de las personas) en una secuencia estímulo-respuesta. Quien tenga un perro podrá hoy probar los mismos experimentos que realizó Pavlov. El científico ruso se dio cuenta de que sus perros salivaban cada vez que les presentaba un plato de comida, y fue introduciendo en cada toma el sonido de una campana. Al final, con solo escuchar la campana, y pese a la ausencia de comida, los perros salivaban. Había conseguido detectar un comportamiento y trasladarlo a un estímulo distinto.
Watson extrapoló de manera radical el condicionamiento clásico a sus ideas sobre cómo funcionaba la respuesta emocional de los seres humanos. Creía que en psicología -como dejó primera constancia en este artículo de 1913- lo único viable en estudios científicos eran las "conductas aprendidas observables". Atacó las doctrinas sobre los rasgos heredados y los instintos como causa de un comportamiento y en su lugar habló del poder ilimitado del condicionamiento y del entorno para modelar cómo actuamos. En resumidas cuentas, partió de la idea de que el ser humano era un lienzo en blanco sobre el que sus experiencias condicionaban todo.
Y sus tesis en parte siguen vigentes, aunque dejando serias dudas no solo sobre su ética sino también sobre su método para seleccionar al individuo con el que probar todo esto. Un bebé que para más inri habría sufrido durante sus primeros meses de vida una infancia muy poco saludable.
Seleccionando al pequeño Albert
Watson llevaba unos años como investigador interno en la Universidad Johns Hopkins, en Baltimore, cuando en 1920 comenzó con el experimento de Little Albert. Su objetivo era probar en un bebé de escasa edad y lo menos condicionado posible cómo el ser humano podía adquirir miedos por entornos condicionados, después trasladar estos miedos a otros estímulos, y por último intentar corregirlos. Lo malo, es que nunca logró revocar los efectos de aquellos miedos que inoculó al bebé.
La idea de provocar miedo al bebé no era cruel en sí misma, aunque sí científicamente perturbadora. En su opinión, los niños recién nacidos solo presentan tres sentimientos reconocibles: el miedo, condicionado por los ruidos fuertes y la falta de sustentación (por ejemplo, cuando un bebé pasa de brazos y no nota apoyo), el amor, condicionado por las caricias, y la cólera, cuando se le impedía realizar movimientos. Simplemente el miedo era el más fácil de condicionar y probar de los tres.
El investigador y su ayudante Rosalie Rayner, quien acabaría firmando el artículo que muestra sus conclusiones junto con Watson, encontraron a Albert en el orfanato para niños inválidos Harriet Lane Home, según cuentan ellos mismos en su exposición. Su madre trabajaba como nodriza allí, dando de mamar a otros niños, mientras el pequeño Albert se criaba en ese entorno hospitalario y en cierto modo frío, ideal para que fuera ese lienzo en blanco que necesitaban. "Nadie lo había visto nunca en estado de miedo o cólera. El niño apenas había llorado desde que nació", relatan Watson y Rayner en su estudio, publicado a finales de 1920.
Así pues, a la edad de 8 meses y 26 días, probaron su primera toma de contacto. Expusieron a Albert a una fogata y a varios animales, y el niño no tenía miedo a nada. Solo lloró en esa primera vez cuando Watson golpeaba fuertemente una barra metálica, cumpliendo con el patrón que había marcado de que los lactantes tienen un rechazo innato a los ruidos bruscos.
Dos meses después, el experimento comenzó. La idea era ver si podían influir a Albert para que temiera a distintos estímulos. El primero de ellos fue una rata blanca de laboratorio. Al presentársela a Albert, el niño quiso alcanzarla. La tocó, hizo varios ademanes de acercarse más a ella, y en ese momento Watson hizo sonar la barra metálica. El niño se echó para atrás alterado. Lo volvieron a intentar una vez más, el niño extendió su mano para tocar la rata, y la barra volvió a sonar. El niño en ese momento comenzó a llorar. Ya se había cumplido el primer condicionante.
"Para no perturbar al niño seriamente, postergamos el resto de pruebas una semana", escribió Watson en una de las pocas muestras de empatía que deja ver en el texto. El problema es que después se sucedieron tres jornadas aún más duras para el bebé con solo cinco días de lapso entre ellas.
En la segunda jornada, Watson realizó siete intentos para que el niño llorara al presentarle la rata y hacer sonar la barra metálica. En el octavo, solo con la presencia de la rata y sin sonido, el niño empezó a llorar sin más. El propio investigador lo contaba así:
- Intento número 7: Estimulación conjunta con rata y sonido. El niño comenzó a moverse violentamente y lloró, pero no se cayó.
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Intento número 8: Rata sola. En el instante en que se le mostró a la rata, el bebé comenzó a llorar. Casi instantáneamente, giró bruscamente hacia la izquierda, cayó sobre el lado izquierdo, se puso a cuatro patas y comenzó a arrastrarse tan rápido que fue atrapado con dificultad antes de llegar al borde de la mesa. La reacción fue tan convincente como habíamos representado teóricamente. En total, se dieron siete estimulaciones conjuntas para provocar la reacción completa. No es improbable que, si el sonido hubiera sido mayor, el número de estimulaciones conjuntas se hubiera reducido sustancialmente", John B. Watson (1920).
El niño acabó con fobias a los perros, a los conejos, y hasta a Santa Claus
El experimento siguió con dos jornadas más cuando Albert contaba con 11 meses y una última cuando tenía 1 años y 21 días. En ella Watson comprobó el segundo de sus puntos de partida: el mecanismo conductual que había hecho que el bebé temiera a la rata a la que al principio no tenía miedo era también transferible a otros estímulos.
Para ello cambiaron a la rata por un conejo, un perro, o un abrigo de piel. Todos elementos peludos que el niño pudiera asemejar con el tacto de la rata. En todos ellos Albert acabó llorando, sin necesidad del ruido, aunque sí que se introdujo en alguna ocasión un nuevo refuerzo presentando de nuevo a la rata junto con el sonido metálico. El único momento de paz del bebé durante el experimento era cuando, para aislar los resultados ante distintos estímulos, le dejaban jugar con bloques de cubos. En ese momento Albert dejaba de llorar y se ponía a jugar sin más.
Pero en la última prueba, cuando Albert ya contaba con un año de edad, se introdujo un objeto aún más desconcertante. Una máscara de Santa Claus. Y Albert también lloró sin más.
"Estímulo con Máscara de Santa Claus: Retirada, gorgoteo, luego la intenta abofetear sin llegar a tocarla. Cuando su mano fue forzada a tocarla, él gimió y lloró. Su mano fue forzada a tocar la máscara dos veces más. Él gimió y lloró en ambas pruebas. Finalmente lloró ante el mero estímulo visual de la máscara", recogía Watson.
¿Qué fue del pequeño Albert?
Por desgracia, el último tramo del experimento quedó inconcluso. Y era el más importante: intentar deshacer todos los miedos que el bebé había adquirido durante este tiempo. Según relatan Watson y Rayner, cuando intentaron comenzar esta fase el pequeño Albert había sido adoptado por una familia de otra ciudad. Ellos dos, el investigador y su ayudante, fueron despedidos a los pocos meses de la Universidad en parte por los problemas éticos que generó el experimento y también por salir a la luz pública que entre ellos mantenían una relación sentimental, algo prohibido entre compañeros en la institución.
Sobre la identidad del pequeño Albert se han dado varias búsquedas, de las que dos de ellas son las más probables. La más reciente data de 2014 y es la que a día de hoy se da con más posibilidades de ser cierta. Los investigadores Russ Powell y Nancy Digdon repasaron el censo y documentación de la época y concluyeron que Albert era William Barger, un hombre que falleció en el año 2007 y cuya madre biológica trabajó en el orfanato del que sacaron al pequeño. Barger, según testimonios de sus familiares, había tenido siempre una fobia especial a los perros y otros animales peludos.
La segunda hipótesis que se maneja es anterior y en cierto modo quedó relegada con la de Barger, pero de ser cierta aún dejaría en peor lugar a Watson. Esta otra búsqueda de Albert fue realizada por los psicólogos Hall P. Beck y Sharman Levinson en 2009 y publicada en la American Psychological Association. En ella se concluye que Albert murió a los seis años de edad tras por culpa de padecer hidrocefalia. Este hecho, añadido a la posibilidad de que fuera congénita, se traduce en una crítica al trabajo de Watson que muchos psicólogos contemporáneos mantienen no solo porque se usara a un niño para sus experimentos, sino porque seguramente sus características como un niño sano no eran tales y que su capacidad para apenas mostrar miedo y lloros durante sus primeros meses de vida -esas que hicieron a Albert tan "idóneo" para el experimento- pudieran estar provocadas por un daño neurológico debido a su enfermedad, tal y como describió y criticó la Asociación de Psicología Americana años más tarde.