**Los volcanes producen inquietud y fascinación a partes iguales por su inopinada e incontenible capacidad destructiva. Permanecer en las proximidades de alguno de ellos debe de resultar una experiencia turbadora, y eso como poco. Mucho más si uno sabe cuáles fueron los más mortíferos de la historia conocida, en cuya cúspide se encuentra el Tambora, que está situado en la isla indonesia de Sumbawa**, entre el mar de Bali, el de Flores y el océano Índico, y que, en abril de 1815, cuando el país era una colonia neerlandesa, estalló en una pesadilla de proporciones inimaginables que acabó afectando al mundo entero.
Con los 4.300 considerables metros de altura sobre el nivel del mar que tenía entonces sobre la península de Sanggar, al norte de la isla, este volcán cónico y simétrico fue llenando su cámara magmática cerrada a lo largo de varias décadas hasta que, en 1812, su actividad se intensificó tras siglos de latencia, la caldera empezó a tronar y de allí salió una nube de humo negrísimo. El Tambora se había formado unos 57.000 años atrás y, por lo que sabemos según la datación con carbono-14, sólo había erupcionado antes en tres ocasiones: en el año 3910, en el 3050 y el 740 a. e. c. aproximadamente, y si bien desconocemos el alcance de cada fenómeno, lo que está claro es que sólo el tercero no fue explosivo, al contrario que los otros dos y el de 1815.
En la tarde del 5 de abril de dicho año, se produjo una erupción media cuyo estallido, no obstante, se escuchó hasta en las islas Molucas, a unos 1.400 kilómetros del volcán, y según cuenta en sus memorias Thomas Raffles, vicegobernador de la Jaba Británica y fundador de Singapur, en un primer momento, “el sonido fue atribuido por casi todo el mundo a un cañón distante; tanto es así que un destacamento de tropas se marchó de Yogyakarta [ciudad de la isla de Java, al oeste de Sumbawa], por la creencia de que un puesto vecino estaba siendo atacado, y a lo largo de la costa, en dos instancias fueron enviados barcos en busca de un supuesto buque en apuros”.
Los estampidos se prolongaron en semejante intensidad y ceniza volcánica se precipitó sobre Java Oriental al día siguiente, hasta que, a última hora de la tarde del 10 de abril, lo que primero parecían detonaciones de armas de fuego a quienes llegaron a sentirlas a cientos de kilómetros de distancia, se convirtió en una erupción explosiva monstruosa con una potencia equivalente a 800 megatones de TNT que llegó a oírse a 2.600 kilómetros, en la isla de Sumatra nada menos. Tres columnas de lava colosales se fundieron en una sola y las laderas del volcán fueron invadidas por una marea de fuego líquido, según las palabras de Raffles, que arrasó el pueblo de Tambora en su camino hacia el mar, con grandes pedazos de piedra pómez expulsados, y a varias de las islas indonesias arribaron tsunamis con olas de cuatro metros de altura.
La columna eruptiva se alzó hasta los 43.000 metros, es decir, alcanzó la estratosfera, con un volumen de 160 kilómetros cúbicos, y el día se oscureció a lo largo de dos jornadas a 600 kilómetros a la redonda. El gran estruendo continuó hasta la noche del 11 de abril, pero las explosiones no acabaron hasta el día 15, y la humareda siguió hasta el 23 de agosto. La flora de la isla desapareció por completo; los árboles fueron arrancados por la marea de lava, se combinaron con la piedra pómez en su descenso hasta el mar y generaron balsas de hasta cinco kilómetros de diámetro; una de ellas fue hallada a poco de Calcuta en el mes de octubre. Y, después de la devastadora erupción, la altura del volcán se redujo a 2.851 metros y a unos seis kilómetros en el diámetro de su caldera y sesenta de base.
La ceniza llovió incluso a una lejanía de 1.300 kilómetros; sus partículas de mayor grosor cayeron durante dos semanas, y las más finas permanecieron en el ambiente meses y años, propagándose por todo el globo a causa del viento, ocasionando singularidades ópticas en el crepúsculo londinense. Por otro lado, los números varían de unos autores a otros, pero lo más creíble es que cerca de 12.000 personas murieron durante la erupción, unas 4.600 de estas debido a los tsunamis, y un total de 71.000 sumándoles los fallecidos por las enfermedades y las hambrunas que trajo tan extraordinario fenómeno, pues la agricultura de la zona fue destruida. Y al yacimiento arqueológico con los restos del pueblo de Tambora aniquilado por la erupción que se hallaron en 2004 se lo conoce como Pompeya del Este.
**El azufre que el volcán arrojó a la estratosfera en 1815 causó anormalidades climáticas a lo largo del planeta entero, como un invierno volcánico por el que a 1816 se lo llama “el año sin verano”: la disminución de las temperaturas originó heladas y temporales de lluvia y nieve en los meses veraniegos para el hemisferio norte. Así, las cosechas se echaron a perder y el ganado pereció en buena parte de dicho hemisferio, lo cual acarreó la hambruna más terrible del siglo, con el aumento de la emigración, la pobreza, los disturbios y los saqueos. Por no hablar de la epidemia de tifus, cuya virulencia se atribuye a las anomalías del clima, que se cebó en las poblaciones del este del mar Mediterráneo y el sudeste europeo; o de la novísima cepa de cólera que apareció en la India por la crisis alimentaria que produjeron las malas cosechas tras la interrupción del monzón y se extendió por el mundo.
Pero uno de los mejores caprichos de la historia a los que condujo esta hecatombe natural fue para el ámbito de la literatura. El matrimonio de escritores compuesto por Mary y Percy Bysshe Shelley decidieron huir de las perturbaciones meteorológicas y el firmamento oscuro de Gran Bretaña y, en el verano de 1816, visitaron a su colega Lord Byron en Villa Diodati, la mansión que este había alquilado en la localidad suiza de Cologny, a orillas del lago de Ginebra, al norte de los Alpes. Y fue allí donde, tras leer una antología germana de cuentos sobre espíritus acorde con la noche tormentosa por cortesía del volcán, Byron retó a los Shelley y a John Polidori, su médico personal, a que escribiesen una historia de terror por cabeza. Únicamente el buen doctor llegó a terminarla, y el resultado fue El vampiro, un relato que luego inspiraría a Bram Stoker para redactar la celebérrima Dracula en 1897. Y a Mary Shelley se le ocurrió una idea gracias a la que terminaría por regalarnos en 1818 esa tragedia inmortal que es Frankenstein o el moderno Prometeo**.
*Byron, por otro lado, escribió Oscuridad*, un poema acerca del último superviviente de un desastre mundial que dice así: “Tuve un sueño, que no era del todo un sueño. / El brillante sol se apagaba, y los astros / vagaban diluyéndose en el espacio eterno, / sin rayos, sin senderos, y la helada tierra / oscilaba ciega y oscureciéndose en el aire sin luna; / la mañana llegó, y se fue, y llegó, y no trajo / consigo el día. / Y los hombres olvidaron sus pasiones ante el terror / de esta desolación; y todos los corazones / se helaron en una plegaria egoísta por luz”. Continúa hasta los noventa y dos versos, y leyendo el poema, en el que menciona volcanes y hambrunas, a uno no le cabe duda de que se inspiró en los preocupantes acontecimientos de ese año sin verano provocado por el temible Tambora**.