Las emociones son la fuerza más presente en nuestras vidas. Casi como una brújula interna, nos impulsan día a día a elegir aquello que deseamos y huir de lo que no. Tomamos elecciones porque estamos emocionados por las nuevas perspectivas, nos desesperamos esperando, lloramos porque hemos sido heridos, no probamos ciertas cosas por miedo, rechazamos las cosas demasiado nuevas frontalmente, hacemos sacrificios inmensos por amor y sufrimos frente a la incertidumbre. Sin lugar a dudas, nuestras emociones dictan nuestros pensamientos, intenciones y acciones, a veces con una autoridad superior a la de nuestra mente racional, en formas que aún ni tan siquiera hemos llegado a comprender en su totalidad. Sin embargo, cuando actuamos en base a ellas demasiado rápido, en el momento en el cual nos invaden y perdemos el control, también pueden ser las culpables de que tomemos malas decisiones de las que más tarde nos lamentaremos.

De todas formas, siendo realistas, el estudio de las emociones no es una ciencia exacta. La verdad es que los psicólogos aún debaten la conexión cuerpo-mente y no tienen una taxonomía completa de las emociones; y son aún inciertos sobre si las emociones son la causa o el resultado de la forma en que interpretamos el mundo. Sin embargo, hay avances que se están realizando sobre la comprensión del concepto de regulación: el proceso de influir en la forma en la que las emociones se sienten y se expresan.

James Gross, psicólogo de la Universidad de Stanford, propuso un modelo de cuatro etapas para capturar la secuencia de acontecimientos que se producen cuando se estimulan nuestras emociones. Él llama a sus etapas "modelo modal”: una situación nos llama la atención, nos lleva a valorarla, pensamos en el significado de la situación y reaccionamos con una respuesta emocional a ella.

La incapacidad para regular las emociones y seguir este proceso al completo antes de actuar es, según Gross, la raíz de los trastornos psicológicos, como la depresión o el trastorno límite de la personalidad. Supuestamente solo atendemos al paso cuatro. Sentimos algo y actuamos en consecuencia, ya está. La mayor parte de los consejos sobre no dejarnos llevar por las emociones, nos incitan a atender más a los tres primeros, lo que implica por defecto no reaccionar de forma inmediata:

  • El primer paso es la conciencia. Empezar a controlar las emociones pasa, necesariamente, por darles nombre. A veces resulta irónicamente difícil identificar lo que se siente: tienes una respuesta emocional preparada, más no sabes definir qué la dispara. Es fácil saber si lloras por tristeza o alegría, pero en medio de las emociones explosivas, como la ira, es más difícil saber si su causa es la frustración, culpa, celos, si te sientes herido, abandonado u otro millar de posibles razones más.
  • Descubrir el porqué. No nos sentimos tristes o enfadados por nada. Las emociones son el resultado tanto de lo que sucede, como de la historia que te dices acerca de lo sucedido. A veces tu respuesta efectivamente no corresponde con el estímulo del exterior, sino por lo que te ha dado por asumir sobre él, pero siempre hay un por qué. ¿Qué está causando este sentimiento? Por supuesto, como decíamos, podría haber un millón de razones, pero la mente siempre va a buscar primero una respuesta exterior. Es el denominado “sesgo de correspondencia” o error fundamental de atribución. Consiste en que tendemos a culpar al exterior de lo que nos pasa; aún si algo es claramente nuestra culpa o si fue simplemente aleatorio, culpamos a otros, preferentemente a quienes tengamos más cerca. Normalmente no es sabio culpar a otros de nuestros problemas ni de nuestras reacciones, pues sólo en lo que es culpa nuestra podemos hacer efectivamente algo. Es más práctico asumir la posible responsabilidad para configurar nuestra propia solución y que así no dependa de lo que los otros hagan o dejen de hacer.

  • Preguntarse cuál es la solución y tomarla. Una vez se ha descubierto por qué, hay que averiguar qué se puede hacer para recuperar el control. Y, la parte más difícil, elegir cómo reaccionar. Se ha demostrado que te crees aquello que haces, es decir, por ejemplo, los científicos han descubierto que el hecho de sonreír a propósito (es decir, de fingir una sonrisa de forma voluntaria) puede ayudar a que la gente se sienta mejor, porque la mera expresión desencadena endorfinas y dopamina automáticamente. Lo que quiere decir que, en última instancia, se puede elegir cómo sentirse.

Por supuesto, todo esto es difícil. Lo normal en los momentos de emociones explosivas e invasoras es hacer o decir lo primero que nos pasa por la cabeza. Somos esclavos de nuestras emociones más y más, a medida que les cedemos el control. Revertir esta situación lleva mucha práctica, disciplina y autocontrol. No hay truco, pero sí posibles ventajas en intentarlo.

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