Admitámoslo, a casi todos nos gusta, de vez en cuando, pasar miedo. Esa sensación de tensión, algún susto adicional, el misterio que hay detrás... nos genera una satisfacción atractiva y difícil de explicar, ¿verdad? Aunque parezca mentira, muchos psicólogos llevan detrás de respuestas al respecto desde hace mucho. La existencia de los horrores de ficción, macabros, a veces violentos, no es fácil de valorar. Hay muchos, muchísimos puntos de vista encontrados. Pero lo cierto es que el género de terror (y no solo en cine) sigue en alza, haciendo sonar las cajas registradoras por todo el mundo. ¿Tan sádicos somos? ¿La humanidad al completo tiene un problema emocional severo? Ni mucho menos.
Fisiología, la respuesta para ¿todo?
Al menos lo es para pasar miedo. Porque el miedo es una de las emociones más fundamentales en los animales. La función del miedo no es otra que mantenernos a salvo. Sobrevivir. Y una función tan básica y concreta ha de estar controlada por un mecanismo muy antiguo. En este caso hablamos de la amígdala. La amígdala es una estructura cerebral que se sitúa a ambos lados del cerebro, en los lóbulos temporales. Es parte del sistema límbico, el más básico y visceral que tienen los vertebrados superiores. Y en nuestro caso se encarga de las respuestas emocionales. Su implicación en el aprendizaje y las reacciones es compleja. Pero volviendo al miedo, también se encarga de controlar el reconocimiento de las emociones y sensaciones que dirigen el miedo.
Así se comprobó tiempo atrás con varias pruebas. La amígdala recibe las señales, las procesa y las almacena para que recordemos qué debe darnos miedo y qué debemos hacer. Además, estudios posteriores han enseñado que la amígdala contiene además patrones de comportamiento concretos ante estímulos predefinidos. Por ejemplo, los gritos. Los gritos tienen un timbre concreto que activan automáticamente el sistema de alerta, modulado por la amígdala. Así, la visión de objetos que se mueven rápidamente en nuestra periferia visual, también.
La amígdala conecta con otras partes importantísima como el sistema de recompensa
Así, la amígdala tiene conexiones con otra parte importantísima, el hipotálamo, que se encarga de la activación del sistema nervioso autónomo. Este aumenta los reflejos de vigilancia y prepara el cuerpo para una posible huída. Además, la amígdala conecta con otras partes del cerebro encargadas de la regulación de dopamina, glucocorticoides, noradrenalina y adrenalina. Estas sustancias, además de ser necesarias en la reacción del cuerpo ante una situación de peligro, también regulan el sistema de recompensa.
Pasar miedo para activar la recompensa
La vía mesolímbica es la encargada de este proceso, gestionando la producción de dopamina. Su función no es otra que recompensar las conductas "beneficiosas". Concretamente es la vía que nos da placer. Hay un curioso estudio en el que unos ratones fueron conectados a un botón mediante unos electrodos con el que estimular la vía mesolímbica. Al principio tenían una vida normal. Finalmente, los ratones dejaron de comer, beber, relacionarse y hacer cualquier otra cosa que no fuese pulsar el botón (con el peligro que esto conlleva). Este mecanismo está implicado, como imaginaréis, en la adicción. Pero también, como decíamos, en promover conductas que sean positivas. Como mantenernos seguros.
Así, volviendo a al miedo, cuando nos enfrentamos ante una ficción de terror (película, videojuego, historia...) nuestra amígdala se activa, preparándonos para un momento tenso. Al fin y al cabo, es un órgano muy antiguo y preparado para cualquier contingencia. Pero nuestro cerebro va un paso por delante. Otros estudios han demostrado que la respuesta cerebral no es la misma ante un estímulo real que ante uno fingido. Es decir, existe una respuesta parecida, pero no todos los elementos entran en juego. Entre otras cosas porque en el fondo nos sentimos seguros, a pesar de estar alterados. Aquí es donde está el truco.
Ante un horror de ficción, nuestra amígdala se activa, pero al mismo tiempo nos sabemos seguros
Nuestra amígdala sigue produciendo esas sustancias que activan el sistema de recompensa, las mismas que preparan al cuerpo ante un peligro. Pero no sufrimos el estrés de estar ante un peligro real. Por tanto, tenemos la recompensa sin "el trabajo". Por supuesto, existen personas que cuyas percepciones son diferentes. Así, hay quien no disfruta en absoluto al pasar miedo. También hay quién no distingue adecuadamente entre el peligro real y el simulado. Y es que la reacción, aunque la hayamos simplificado mucho en la explicación, es muy compleja en su mecanismo concreto. Y por si fuera poco, cada persona es un mundo en sí misma.