En la biografía de Steve Jobs, Walter Isaacson cuenta cómo nació la idea de que Apple fabricase una tablet años antes incluso de que llegara el primer iPhone. Jobs asistió a la cena por el cumpleaños de un ingeniero de Microsoft que explicaba cómo serían las tablets que usaban Windows a principios de la década pasada. Estas teorías chocaban de frente con la idea que él tenía de cómo debía ser un producto. Así que comenzó a esbozar en su cabeza cómo debería ser una tablet decente, sin la complejidad y mal diseño que tenían las de la época, que básicamente eran ordenadores portátiles con una terrible pantalla táctil y un stylus acoplado. Finalmente se pospuso la idea de la tablet y se decidió usar toda la tecnología desarrollada para un formato más pequeño: un teléfono móvil que diese continuidad a los iPod.

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Duele.

Años después, Apple también retomó su pasado para anunciar el iPad, la tablet que marcó el punto de inflexión en la forma en que todos los fabricantes entendían cómo debe ser una tablet, y sobre todo, a qué se debe renunciar para construirla. Fue un maravilloso ejemplo (dos, de hecho) de cómo los puntos se conectan siempre hacia atrás, algunos hechos sólo toman sentido años después de que ocurran, como el propio Jobs contaba con otros ejemplos en su famoso discurso de Stanford.

En el desarrollo del iPhone existe otra intrahistoria. Para la pantalla de aquellos teléfonos había otro reto mayor: encontrar cristales lo suficientemente finos, grandes, conductivos y ultrarresistentes. Ninguno de sus proveedores era capaz de ofrecer algo que encajase en lo que iba a ser el iPhone. Entonces John Selley le explicó a Jobs que conocía una empresa que quizás tuviese la solución. Era una empresa apenas conocida en ese momento, pero que acabó cambiando la historia de la tecnología tras una reunión con Jobs: Corning Inc; la empresa detrás de Gorilla Glass. Tras remover sus propios cimientos para adaptarse a las necesidades de Jobs, mutó de compañía anónima a empresa reconocida a nivel internacional, con un sillón reservado en el museo de la historia de la tecnología.

iPhone original.
iPhone original.

Lo curioso es que el Gorilla Glass no era un producto realmente nuevo. Se trataba de un compuesto químico desarrollado en la década de los 60 que tuvo que ser almacenado a la espera de que alguien en la industria necesitase de un cristal de esas características, especialmente de su resistencia. Ese producto fue el que permitió el crecimiento desmedido de la compañía 40 años después. Nuevamente, los puntos se conectaron hacia atrás.

Por supuesto, Apple no monopoliza estos ejemplos. Hace unos ocho años, Microsoft comenzó a desarrollar PixelSense, que en esa época se llamaba Surface. Se trataba de una interfaz pensada para ser utilizada a través de gestos táctiles, con un soporte erróneo: una gran pantalla de 30 pulgadas incrustada en una mesa. Se vendieron algunas en hoteles y restaurantes principalmente, pero nunca despegó con la intención comercial inicial, y los números, sencillamente, no acompañaban.

Microsoft Surface, luego rebautizada a PixelSense.
Microsoft Surface, luego rebautizada a PixelSense.

Microsoft acabó guardando en su recámara la marca "Surface", que luego daría nombre a sus propias tablets. Aprendió de esa tecnología para fabricar las que quizás sean las mejores tablets Windows y de las mejores tablets del mercado para un uso profesional. Paralelamente, la Surface original fue evolucionando hasta llegar a lo presentado hace unos días: Surface Hub, una pantalla 4K de 84 pulgadas pensada, ahora sí, para usos profesionales. Por un lado, amplían la vocación corporativa y de productividad que Microsoft lleva décadas perfilando. Por otro lado, demuestran poderío.

Surface Hub de Microsoft, presentada en 2015.
Surface Hub de Microsoft, presentada en 2015.

Cuando pienso en casos como los de Apple, Corning o Microsoft conectando los puntos hacia atrás, no puedo evitar pensar en un producto del presente que ayudará a conectar los puntos de la misma forma dentro de unos años: Google Glass. Me he cansado de criticar las Google Glass que conocemos como concepto. Estoy convencido de que quien las defiende con el form-factor actual tiene un serio problema a la hora de comprender el movimiento natural de la tecnología a lo largo de la historia.

Así, absolutamente ridículo.
Así, absolutamente ridículo.

Creer que un dispositivo tan antinatural, engorroso e incómodo para portador y para interlocutor es "el futuro" es equivocarse de lleno. Pretender que todos vayamos con unas así es hacer el ridículo. Todavía retumban en mi habitación durante las noches de lluvia las palabras de algunos gurús diciendo que "en pocos años todos iremos con ellas por la calle". Antes me vuelvo a Symbian.

Dicho esto, y con la crítica profunda asegurada, ahí va el contrapunto: las Google Glass actuales y su batacazo ayudarán a Google a entender cómo debe ser el form-factor adecuado en el futuro.

Ahí van tres ejemplos de cómo deberían verse unas "gafas inteligentes" el día en que otorgarles inteligencia tenga un sentido real:

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Exacto: unas gafas inteligentes, en el caso de que sea útil hacerlas inteligentes, deben parecer unas gafas. Todo lo que venga a partir de ahí en forma de añadidos estrambóticos, tecnología "visible" (como la carcasa que alberga la circuitería, la cámara, el prisma o la criminal patilla auditiva) sobra, está de más, es molesta y no tiene cabida en el futuro.

Precisamente hoy, horas antes de publicarse este artículo, New York Times ha publicado un delicioso artículo explicando el contexto y situación a la que ha llegado Google Glass. La conclusión es perfecta: Google va a tirar a la basura el diseño actual para empezar de cero y algún día, cuando tenga sentido comercializar gafas inteligentes, hacerlo con un diseño adecuado. Seguir la premisa de que la mejor tecnología es la que no se ve, la tecnología invisible. Exactamente hacia donde evolucionaron en su momento Apple y Microsoft.

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