Muchas personas se niegan a beber leche argumentando que los humanos somos el único animal que la sigue tomando después del destete. Por lo tanto, supuestamente, no es natural. Pero dejando a un lado que lo natural no siempre es lo mejor, también es cierto que los seres humanos, al menos buena parte de nosotros, tenemos una proteína que nos ayuda a digerir la lactosa. Algo que otros animales pierden a medida que se hacen adultos. Siempre se ha pensado que lo que nos hizo evolutivamente tolerantes a la lactosa fue nuestra cabezonería. Ya que no parábamos de beber leche, al final acabamos pudiendo hacerlo sin problemas. Sin embargo, un nuevo estudio señala algo diferente.

En dicho trabajo, publicado en Nature, se muestra que nuestros antepasados ya bebían leche hace 9.000 años. Sin embargo, el gen que nos permite digerir la lactosa sin problemas se detectó por primera vez en individuos de 5.000 años de antigüedad y no se hizo frecuente en Europa hasta hace unos 3.000 años. Vamos, que nuestros ancestros se pasaron 6.000 años bebiendo leche sin tolerarla bien. Unos valientes, sin duda. 

Aunque, en realidad, lo que muestra este estudio es que no hacía falta demasiada valentía, básicamente porque no les sentaba mal. Si así fuera, este rasgo genético se habría seleccionado mucho antes. El factor clave que provocó un antes y un después en la digestión de la lactosa fue la aparición de los primeros asentamientos humanos. ¿Pero qué tiene eso que ver? 

Antes de empezar: ¿qué es la intolerancia a la lactosa?

La lactosa es el azúcar más abundante en la leche. Está formado por la unión de una molécula de glucosa y otra de galactosa, ambas bien toleradas por nuestro sistema digestivo. Sin embargo, toda la lactosa es difícil de procesar, por lo que puede provocarnos molestias intestinales.

Eso sería un problema para las crías de mamíferos (bebés humanos incluidos), por lo que cuentan con una proteína, llamada lactasa, que ayuda a romper esos enlaces y descomponer la lactosa en glucosa y galactosa. 

La cuestión es que a medida que los mamíferos se hacen mayores y dejan atrás el destete comienzan a perder el apoyo de la lactasa. Este solo permanece en aquellos que tienen un rasgo genético conocido como persistencia de la lactasa. Si no cuentan con él, serán lo que conocemos como intolerantes a la lactosa.

En el caso de los humanos, esta persistencia se distribuye de una forma muy heterogénea. Por ejemplo, en África hay lugares en los que entre el 80% y el 90% de su población son intolerantes a la lactosa. En cambio, en el norte de Europa el porcentaje es ínfimo.

De cualquier modo, se puede decir que buena parte de los humanos hoy en día pueden tolerar la lactosa. Pero en el pasado la situación era muy diferente. Los análisis genéticos realizados sobre individuos prehistóricos muestran que muy pocos tenían la persistencia de la lactasa. Por lo tanto, lo lógico sería pensar que no beberían mucha leche.

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En busca de las vasijas de leche

Este estudio ha sido realizado por un equipo internacional de científicos que realizaron dos acciones muy concretas. Por un lado, diseñaron una serie de modelos computacionales, a partir de datos actuales del Biobanco de Reino Unido y ADN antiguo, de unos 1.700 individuos prehistóricos. De este modo, pudieron realizar un mapeo y una línea temporal sobre la aparición de la persistencia de la lactasa.

Por otro lado, analizaron la grasa animal presente en restos cerámicos de diferentes épocas. Así, pudieron comprobar cuáles de esos restos pertenecían a leche y, con ello, realizar otro modelo, que se comparó con el anterior.

En un inicio esperaban que en los lugares en los que se bebía más leche apareciera antes la persistencia de la lactasa. Pero no fue así. Nada más lejos de la realidad, de hecho. ¿Significaba eso que los humanos bebían leche a pesar de ser intolerantes a la lactosa? ¿No les importaba enfermar?

La respuesta a esta pregunta la tenían en los datos de la actualidad, concretamente en el Biobanco de Reino Unido. Este contiene información tanto genética como sobre los hábitos de 300.000 personas. Por eso, les sirvió para ver que apenas había diferencias entre quienes eran genéticamente intolerantes a la lactosa y quienes sí que la toleran. La mayoría no llegan a saberlo, por lo que siguen bebiendo leche con normalidad. Esto quizás les genere alguna pequeña molestia digestiva, pero es casi imperceptible.

No obstante, la cosa cambia en lugares con peor saneamiento, en los que las enfermedades diarreicas son más comunes. Si esto se complementa con intolerancia a la lactosa, el resultado puede ser incluso mortal. 

La clave está en los asentamientos

Al caer en este dato, los autores de la investigación procedieron a analizar de nuevo los modelos que habían creado. ¿Y si no fue el consumo de leche, sino la aparición de enfermedades diarreicas lo que nos impulsó a tolerar la lactosa? Y, efectivamente, así fue.

Vieron que a medida que iban creciendo los asentamientos humanos, en los que el saneamiento del agua era muy deficiente, se iba seleccionado genéticamente la persistencia de la lactasa. Esto es así porque los humanos seguirían bebiendo leche, tanto si eran tolerantes a la lactosa como si no. Los intolerantes morirían y poco a poco se iría seleccionando genéticamente la tolerancia a la lactosa. Además, el efecto era más drástico coincidiendo con las hambrunas.

Por lo tanto, en realidad no nos hicimos tolerantes a la lactosa por tercos, sino por sociales. Bueno, por eso y por no tener ni idea de cómo desinfectar el agua. Hoy en día ya sabemos hacerlo bien, pero muchos de nosotros hemos mantenido la tolerancia a la lactosa. Esos gases que nos ahorramos, no está mal.