Ya no es Santa Claus, es Fatman. Durante las últimas décadas, Santa Claus ha pasado por todo tipo de evoluciones. Desde la benigna y disparatada de Tim Allen en la trilogía ¡Vaya Santa Claus! dirigida sucesivamente por John Pasquin y Michael Lembeck hasta la más reciente, en la que Kurt Russell interpreta para Netflix al personaje con un aire pendenciero y mundano, la figura emblemática de la época más querida del año ha tenido un rostro para cada generación.
Pero nada comparable a la versión boomer, enfurecida y en peligro de ser asesinada de Mel Gibson, que llega a la pantalla para mostrar todo lo que podría ocurrir cuando la crueldad del mundo moderno transforma al tradicional Kris Kringle (en esta ocasión, Chris Cringle, para hacerlo todo más concreto) en el centro de una conjura digna de un thriller de espionaje.
¿Excesivo? ¿Estrafalario? Se pone mejor: este Santa Claus es la medida de nuestro mundo “obsesionado con lo comercial y el capitalismo”, por lo que tiene problemas de liquidez, una deuda apreciable y, además no deja de recordar tiempos mejores en lo que su figura benigna era más apreciada y por supuesto, admirada.
Mel Gibson crea un personaje que se sostiene sobre un negrísimo sentido del humor, pero también por una reflexión de inaudita ferocidad sobre la perdida de la inocencia, el desencanto y los dolores de lo contemporáneo. Como no podía ser menos, también tiene un leve comentario político con el personaje lleno de una rabia clasista que no deja de dejar muy claro en cada escena posible. Santa tiene considerables problemas económicos, una amargura considerable y una furia ciega contra el mundo, lo que recibe por inmediata respuesta un precio por su cabeza.
¿Y quién es el atrevido capaz de amenazar al espíritu navideño por excelencia? Por supuesto, un niño rico que recibe carbón en lugar de los regalos prometidos y decide que resolverá las cosas tal y como se lo ha enseñado la televisión, el cine e internet: con un asesino a sueldo. De modo que contrata a Skinny Man (un formidable Walton Goggins), un sicario despiadado que encarna la mezquindad de nuestra época como criatura salida de una caricatura armada hasta los dientes.
El personaje de Goggins acepta el trato de asesinar a Santa Claus — y en cierta medida, de arrasar con la idea de la navidad — por la ganancia en metálico, pero también por razones misteriosas que la película redondea para crear un subtexto que termina por ser de una simplicidad preocupante.
Aun así, el intento de reflexionar sobre la voracidad de nuestra época termina por ser todo lo atractivo y sugerente que pueda parecer: Chris es Santa Claus, pero también la imagen fragmentada de todas las razones del cinismo de un mundo vanidoso.
Con una premisa semejante, la película necesita una considerable dosis de parodia durante sus primeras secuencias o al menos, un segundo acto lo suficientemente poderoso como para lidiar con la oscuridad del trasfondo con que debe lidiar hacia el final.
El guion de los directores Eshom Nelms e Ian Nelms no tiene la suficiente sustancia para lidiar con temas de semejante crueldad, y menos aún en medio de un escenario cada vez más tramposo que no conduce a otra cosa que a una serie de carcajadas inauditas y a lo que es con toda seguridad, uno de los finales más insatisfactorios de los últimos años.
El Chris Cringe de Mel Gibson además es una colección de clichés que carece de lo que a primera vista pudo ser una poderosa crítica — si esa era la intención — hacia la idea de la navidad. O solo la percepción sobre la falsa felicidad de una época prefabricada y reconstruida sobre algo más endeble que la esperanza impostada.
Este Santa borracho, amargado y cruel, es una versión anciana y turbia del Martin Riggs de la saga Arma Mortal, que la película parodia en algunas de sus mejores escenas y a la que rinde tributo ocasional con toda la intención de recordar que el centro motor del argumento es la violencia.
De hecho, uno de los pocos aciertos de Fatman es tomar lo peor de Gibson — enfurecido contra el sistema, convertido en un paria en Hollywood — y llevarlo al cine como una máscara crítica de puro rencor a punto de estallar.
Hay algo de enorme dureza en la imagen que Gibson logra de sí mismo a través de un personaje emblemático y quizás en manos más hábiles, Fatman habría conseguido ser una buena forma de expresar lo que el actor lleva años analizando en la periferia.
Fatman es el nuevo Santa Claus
Pero los directores están más interesados en lo retorcido de la premisa general — un niño malcriado que desea exterminar la navidad — y muy pronto pierden el norte para encontrar una fórmula incómoda para narrar un argumento que pudo ser más que una burla satírica de olvidable y bajo nivel.
De forma casi inevitable, la película también intenta hacer algunos apuntes sobre la Norteamérica trumpista, en la forma de este Santa que, de hecho, tiene pasaporte estadounidense convierte a su taller en una entidad corporativa y depende de una oficina del Pentágono, que redujo el presupuesto por considerar que Chris — y su importancia — disminuye con la suficiente rapidez como para ser erradicado.
De modo que el “asesinato” probable de Santa no es solo la obra de un niño enfurecido, es también la consecuencia de un sistema cruel que todo lo devora. “Somos un negocio”, gruñe Chris en uno de los momentos más extraños de la película “y el altruismo no es un deducible en su balance final”. El guion está lleno de referencias, extrañas percepciones sobre la realidad y un meta lenguaje que sorprende en sus momentos más efectivos y decepciona, cuando simplemente es un juego de palabras que algunos fanáticos de ciertas mitologías modernas podrán reconocer.
Para el guion es mucho más importante este duelo paródico entre la navidad desdeñada y la frialdad potente del asesino que tiene como misión arrasar con el último gran mito moderno. Visto así, el diálogo que la película establece entre la posibilidad de la esperanza y lo incómodo que se esconde detrás de la idea, es un juego desagradable de pequeños guiños a ideas mal esbozadas y mucho más intrigantes que la película que se muestra en pantalla.
No se trata de dos adversarios dignos en plena batalla, sino dos ideas que chocan y se separan una y otra vez, sin lograr nunca un vínculo que sostenga nada sobre el subtexto que se adivina, pero jamás se profundiza. Skinny Man pasa buena parte de su tiempo en pantalla estudiando los hábitos de comportamiento de Santa, desvirtuando cada mito y leyenda alrededor de la figura, mientras Chris se regodea en sus dolores y angustias. Al final, el gran enfrentamiento es mucho más anticlimático que simbólico, lo que convierte a todo el recorrido hacia esa apoteosis sangrienta en una batalla predecible entre enemigos aburridos y desconcertados, luego de una prolongada espera sin objetivo.
Si en Bad Santa (2003) de Terry Zwigoff, Billy Bob Thorton era una competente mirada sobre la hipocresía social, el Chris Cringle de Gibson es una absurda concepción sobre la necesidad actual de creer en la bondad, en contra de toda evidencia.
Por supuesto, Gibson tiene una facilidad natural para convertir la ira y el rencor en un comentario creíble sobre lo superficial: el personaje pasa una buena parte del tiempo dejando claro que cada idea que tenemos sobre la navidad es falsa, trivial y sostenida sobre una obsesión comercial que permite el control de las masas “con mayor facilidad”. Toda una teoría conspirativa que resulta ser cierta y que Gibson dota con una mundana noción sobre su importancia. Santa Claus es real porque se le necesita, como símbolo oportuno — oportunista — en un mundo que se descalabra con una lentitud de pesadilla.
Pero el film no avanza más de ese punto y se echa de menos la ferocidad que sugiere en cada escena en que Gibson da vida a un sentimiento común en navidad: el de una desesperada desesperanza. Más allá, el niño malcriado interpretado por Chance Hurstfield es la percepción de una generación educada por y para internet, el capricho insatisfecho y un tipo de codicia retorcida que mejor construida, habría sido un punto de atención e interés en medio del argumento.
Pero en Fatman todo ocurre deprisa, con excesiva necesidad de dejar claro que Santa Claus es una consecuencia del mundo y que su muerte, podría significar el final de toda una mirada sobre la inocencia.
Como reinvención torpe del mito de Santa Claus, Fatman tiene poco que ofrecer al final, como no sea quizás la única imagen conocida de Santa disparando con buena puntería y los labios manchados de sangre. Si eso es suficiente para que la película sea un discreto éxito de temporada — y todo parece indicar que lo será — lo que le espera es un tránsito hacia algo más elaborado, duro y extraño que la revisión. Quizás su único y real triunfo futuro.