The Craft Legacy está de vuelta. Este mes, la serie Gambito de Dama de Scott Frank mostró todo lo que puede hacer una adolescente brillante y de personalidad poderosa con las herramientas adecuadas, esta vez el claro propósito de triunfar a través de un tablero de ajedrez.

La idea no es novedosa en absoluto, pero sin duda, tuvo uno de sus momentos más destacados hace 24 años, cuando un grupo de jóvenes dotadas de singularidades cualidades encontró poder, autoconocimiento y al final, una insólita forma de reafirmación individual en la brujería. The Craft, del director Andrew Fleming, meditó sobre el tránsito de la primera juventud a una temprana adultez desde el ámbito de lo sobrenatural, y además creó una efectiva fábula sobre la audaz capacidad de la adolescencia para encontrar la manera de expresar sus inquietudes más profundas hasta límites inclusos retorcidos.

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El resultado fue una película que sin ser extraordinaria se convirtió en un mínimo clásico de culto, que aún ahora tiene un fuerte arraigo en la cultura popular.

The Craft Legacy, de Zoe Lister-Jones no es un remake, sino una secuela tardía que busca una forma particular de narrar una historia en esencia semejante, pero cuya pretensión para elaborar conceptos complejos sobre el bien y el mal es mucho más ambiciosa que su predecesora. También es un recorrido novedoso — o intenta serlo — por una historia que basó su efectividad en la cualidad inquietante del poder como reflejo del rostro oculto de sus personajes principales.

La brujería o en todo caso la magia, es solo una excusa para mirar la codicia, la rivalidad y al final la violencia que se esconde en la oscuridad de la mente humana. Lister Jones — que también firma el guion del film — toca los mismos puntos, y lo hace desde la perspectiva de encontrar en el ambiguo mal contemporáneo una respuesta a la persistente sensación que el mal — y por ende el bien — deben simbolizar algo, tener algún tipo de carga intelectual, sin lograrlo del todo.

De hecho, uno de los puntos más bajos de la película es no lograr narrar el trasfondo del eventual enfrentamiento, las fuerzas que se mezclan y se enfrentan para al final, demostrar que hay un secreto en cada uno de nosotros. Las primeras secuencias de la película son un calco al carbón de la primera película: de nuevo, tres aspirantes a brujas buscan al cuarto miembro de su aquelarre en medio de un ambiente adolescente y las habituales situaciones que rodean a es a percepción sobre la diferencia que la película destaca en cada oportunidad posible. La directora hace algún que otro homenaje a Carrie, de Stephen King, y una de las escenas parece ser una progresión de la ya icónica novela, solo que llevado a un ámbito en la que el solitario personaje del escritor encuentra una tribu a la cual aferrarse en mitad de la tormenta de rechazo y maltrato emocional que la rodea.

La directora toma algunas decisiones interesantes para construir una idea básica que explotara una y otra vez en la película: hay un secreto que se esconde bajo el rostro en apariencia inocente de las cuatro aspirantes a bruja. Uno que además se hará más complicado y retorcido a medida que avance la trama.

La premisa funciona al menos durante la primera hora de la película y de hecho en sus mejores momentos el guion logra solventar algunas imprecisiones y blanduras, en busca de construir una hipótesis en torno a la idea del poder.

Ya no se trata solo de la experimentación, la búsqueda de la identidad y la autoestima, todos temas que el film anterior tocó con soltura y que aquí resultan torpes e incompletos, sino lo siniestro aparejado en las insinuaciones que algo maligno palpita bajo la percepción de juego y travesura que la magia representa en toda su renovada — y digital — belleza.

Pero la directora toma la determinación que su grupo de brujas sea esta vez, más emocional que maquiavélico, de modo que Frankie (Gideon Adlon), Tabby (Lovie Simone) y Lourdes (Zoey Luna) no piden a Lily (Cailee Spaeny) sea parte del grupo por codicia, sino por una bondad implícita que parece destinada a encontrar su reverso a no tardar.

El cambio altera por completo la solidez interna de la película y erosiona la agudeza de las preguntas que se formula, sin llegar a responderlas todas. Por supuesto, la nueva versión de The Craft es inclusiva, tiene en cuenta un subtexto sobre la identidad sexual y étnica de considerable interés de haber sido desarrollado de manera alguna, pero que en realidad, solo es un juego sin sustancia de ideas más grandes que jamás se completan del todo.

Hay un evidente juego de luz y oscuridad que la película trata sostener con dificultad y que es una concesión evidente a la necesidad de plasmar una humanidad tridimensional en sus personajes. Sus ambiciones son más discretas y también mucho más cercanas. Incluso, el chico soñado/matón de turno (Nicholas Galitzine) tiene algo más que una simple justificación para sacar a relucir el poder que el grupo esconde con celo.

Para la directora parece ser de considerable importancia que el argumento avance hacia el hecho que las brujas, en esencia, conocen el don de la magia para multiplicar y hacer más duro su camino hacia el aprendizaje, lo cual desequilibra y rompe la estructura del film como una historia basada en la búsqueda del propósito (el poder) contra una resistencia misteriosa de algo más doloroso.

Como concesión a los fans de la antigua versión, este grupo de brujas en apariencia bien intencionadas tendrá que enfrentarse a un enemigo mucho más peligroso, que en manos más hábiles habría logrado crear la sensación de urgencia que hizo famosa a su predecesora. En la película de Fleming, los personajes están agobiados, atrapados y limitados por el miedo, pero en especial una feroz necesidad de supervivencia, que en esta ocasión desaparece en virtud de algo más humano y relacionado con la necesidad de comprender el mal — ese que tanto se anuncia en el argumento — como un recorrido inquietante por algo más temible.

El film carece de poder, fuerza e incluso de personalidad, para sostener una historia basada en la confrontación de luchas antagónicas que tienen un clímax que roza más de lo conveniente lo predecible y que además, se sostiene de muy pocos elementos de real valor sobre el tema principal.

Ese recorrido furioso, elemental y violento hacia la noción de la capacidad del poder para ser algo más que una simple insinuación, termina por desaparecer, en medio de una mirada poco clara sobre el miedo, la búsqueda de la reivindicación y al final, un tipo de bondad abstracta sin mayor aliciente que el simple hecho de ser un atisbo de algo sobrenatural y más grande que jamás se muestra del todo.