Alguien tiene que morir es lo nuevo de Netflix. La casa de las flores, de Manolo Caro, es quizás uno de esos fenómenos inexplicables en la televisión: se trata de un experimento dramático con todos los baches y extraños desvaríos de cualquier telenovela latina al uso, pero que la mano ágil y el buen instinto de Caro para la comedia, el absurdo y lo conmovedor convirtió en un éxito en 2018. También se trató de una forma nueva de revisar los viejos y conocidos clichés sobre el amor, la vejez, los habituales héroes románticos e incluso, el humor en medio de situaciones extravagantes de considerable efectividad.

La serie llegó a su fin con una exitosa tercera temporada durante el mes de abril, que confirmó la capacidad de Caro para los personajes entrañables y las historias disparatadas, que se sostienen con habilidad sobre una singular potencia narrativa.

De modo que había una considerable cantidad de expectativas, alrededor de la co producción méxico — española Alguien tiene que morir, en la que el realizador intentaría en tres episodios crear de nuevo, una atmósfera atrayente para contar una historia tópica. Por supuesto, de origen, se trató de una premisa que causó interés en el público: ¿qué podría hacer Manuel Caro para convertir el ligero pero atractivo tono de La Casa de las flores en un recorrido lóbrego por la mente humana?

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8Se trataba además de un intento obvio del realizador de alcanzar un nuevo registro y quizás crear toda una nueva versión de su particular estilo. Pero la miniserie no satisface las expectativas y se queda a medio camino entre lo que pudo ser una historia potente y una obvia caricaturización de varios géneros a la vez.

El argumento en esta ocasión se centra en la acaudala familia Falcón, conocidos por su cuantioso patrimonio y por ser considerados en plena España franquista un ejemplo ciudadano. Ambientada en la Europa de los años ’50, el programa hace un considerable esfuerzo para realzar el contexto histórico que envuelve al guion, pero también para envolver en cierta noción sobre la distancia cultural que separa a la historia de nuestra época, lo que hace que la narración resulte por momentos confusa.

¿Intenta Caro una crítica, una mirada sobre un proceso cultural gradual, una versión sobre una durísima situación doméstica? La serie no se toma la molestia de aclarar y avanza con cierta premura para mostrar lo necesario: que en esta familia en apariencia perfecta nada es lo que parece una vez que las puertas se cierran. Hay un secreto mayor con el que cada miembro tendrá que lidiar y una herida dolorosa que habrá que curar o al menos reconoce en su existencia.

Todo mientras Caro aumenta el drama, un suspenso trágico que acecha en todas partes y lo que parece ser — tampoco se aclara — una presión social que aumenta por momentos, sin que el director sepa muy bien como resolverla.

Desde los diálogos acartonados hasta la percepción general que todo ocurre muy deprisa y de forma superficial, Alguien tiene que morir no puntualiza hacia dónde se dirige el argumento, más allá de lo obvio: uno de los miembros de la familia Falcón se encuentra al borde del desastre y lleva a cuestas lo que podría significar la ruina de la familia como parte de la sociedad a la que tanto se esfuerza en complacer. Una historia así de estereotípica debería mostrarse quizás a través de las dimensiones de los personajes, pero Caro toma la decisión de crear una atmósfera cada vez más enrarecida, que por cuestiones de la brevedad del formato no se desarrolla sino a través de golpes de efecto y un recorrido muy obvio a través de los sinsabores y fracasos detrás de la apariencia de brillante normalidad de los Falcón.

Caro otorga una estética de obra de teatro a la serie, y quizás eso podría justificar en cierta forma los diálogos artificiosos y la puesta en escena, que tiene algo de rigidez de una actuación sobre tablas. Pero la idea — aunque atractiva en determinados momentos — no termina de encajar del todo. Mientras el drama se hace más denso, los personajes revelan sus motivaciones en giros de guion cada vez más predecibles y al final un recorrido rápido sobre el prejuicio, el señalamiento social y la discriminación.

Caro, que jugó con elementos parecido en La casa de las flores no las tiene todas consigo para combinar lo que sucede en el ámbito doméstico de la familia Falcón y lo que acaece más allá. En determinados momentos, la trama por se detiene por completo en análisis poco claros, para luego avanzar de manera confusa hacia cierres de hilos argumentales sin ningún interés.

Temas como el mundo gay en la España franquista, la presión social, el miedo al prejuicio, la exclusión e incluso a la persecución política van de un lado a otro sin ninguna resolución, por lo que al final Alguien tiene que morir no parece saber muy bien qué hacer con sus personajes: desde la desaprovechada Carmen Maura como la matriarca Falcón, hasta la inteligente visión sobre la juventud y lo femenino de Ester Expósito, la miniserie pasa mayor tiempo analizando situaciones que no resolverá que brindando espacio a sus personajes para sostener el argumento.

Una y otra vez, las escenas parecen encajar en ediciones bruscas que no asumen el peso del diálogo interior del personaje ni tampoco, la forma en que influye en la historia.

Al final, Alguien tiene que morir es solo un entretenimiento superficial de alta factura, que probablemente pasará desapercibido en la cada vez más creciente oferta en lengua castellana de Netflix. Manuel Caro tuvo la oportunidad de poner su indudable talento al servicio de un tránsito entre el suspenso, el drama y algo más profundo, sin lograr otra cosa que ser un truco barato sin trascendencia alguna.