Hace unos meses, el showrunner de la The Boys Eric Kripke, comentaba en una entrevista para Variety que uno de los grandes retos de la adaptación del cómic de Garth Ennis y Darick Robertson era saber cuándo era suficiente. ¿Suficiente de qué? El productor tuvo problemas para explicar el desafío que suponía plasmar en la pantalla chica el rostro gamberro, brutal y a menudo grotesco del mundo de los superhéroes, de modo que recurrió a un ejemplo: una de las escenas que jamás llegó a formar parte de la edición final. Según Kripke, en la secuencia podía verse a Homelander (Antony Starr) masturbarse en la cornisa del edificio más alto de la ciudad, mientras se burlaba de todos los ciudadanos que se encontraban en alguna parte de ella. “Creímos que sería una escena excesiva para la historia o al menos, el enfoque deseábamos brindarle” confesó Kripke con cierta reticencia.

Sin embargo, la segunda temporada parece haber tomado la decisión de rebasar ese límite invisible de lo soportable, hasta convertirse en una brutal y temible imagen sobre el poder y la forma en que percibimos la fama, el reconocimiento y la venganza. Si la primera temporada de The Boys sorprendió por su atmósfera densa llena de personajes desagradables, violentos y a menudo irredimibles, la segunda rompe cualquier paradigma y se convierte en un icono sobre la incorrección política, los latentes dolores culturales sublimados a monstruos con rostro humano y algo que sorprende por su audacia: la capacidad de la serie para burlarse de sus propia timidez previa.

The Boys más brutal que violenta que nunca

Si antes Homelander era una versión contenida y casi bidimensional de su versión en papel, el retorcido villano con aspiraciones supremacistas llega a los nuevos episodios más despiadado y brutal que nunca. Toda una declaración de intenciones que abarca al resto de los personajes: Butcher (Karl Urban), sacudido por una revelación que devastó la región más oscura de su deseo de venganza, asume el rol del vengador ahora desde la ausencia de límites. Lo mismo podría decirse del resto de su grupo de asesinos y del poderoso grupo de “Los Siete” (ahora subvertido y disminuido, obsesionado con encontrar la amenaza invisible). Uno y otro están a las puertas de una confrontación inevitable y que se anuncia catastrófica. Uno y otro están al borde de la completa destrucción.

Pero mientras eso sucede, el mundo a su alrededor se desmorona poco a poco. Estos superhéroes convertidos en bien corporativo por la megacorporación Vought, están a punto de liberarse de todo control y atravesar una nueva dimensión de crueldad y violencia. En The Boys el poder es un bien preciado y la segunda temporada no sólo asume el hecho de esa connotación desde sus consecuencias más trágicas sino de los horrores que engendra. La celebridad y la fama, son algo mucho más poderoso, temible y angustioso de lo que podría suponerse y Los Siete, son ahora símbolo de un tipo de maldad muy cercana a la realidad. Si en la primera temporada la serie meditó de manera apresurada sobre lo que realmente podría hacer un hombre o una mujer con poderes ilimitados y supeditado a los rigores de la exigencia de la popularidad, la segunda es mucho más violenta en su percepción sobre el individuo. Mucho más abrasiva y en especial, carente de cualquier frontera con respecto a la connotación sobre el mundo que soporta entre escalofríos lo que está a punto de suceder.

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Claro está, The Boys intentó manejar la idea que en el mundo gris y sucio que muestra, hay algo parecido a graduaciones de lo ético y lo repudiable. En la primera temporada Butcher y sus “chicos” — Frenchie (Tomer Kapon), Mother’s Milk (Laz Alonso), Kimiko (Karen Fukuhara) y el recién llegado Hughie (Jack Quaid) —comenzaron una venganza contra “Los Siete”, por diferentes motivos, razones y desde distintas perspectivas. Pero en la segunda temporada, los motivos para arremeter contra los superhéroes son pocos claros, ahora que Butcher debe replantearse el valor y el sentido de sus acciones, además de asumir la realidad concreta que toda su cruzada destartalada y con frecuencia azarosa contra el poder de los superhéroes, era una farsa.

O al menos, ahora lo es. Los nuevos episodios comienzan inmediatamente después de los eventos del último capítulo de la primera temporada, lo que equivale a decir que The Butcher se está recuperando como puede de la revelación que Homelander le arrojó a la cara y que de una manera u otra, destroza las bases de todo su entramado de justicia y revancha. Con Madelyn Stillwell (Elisabeth Shue) asesinada, las opciones de control sobre los Super comienza a ser cada vez más limitadas, en especial cuando se afronta el hecho que la vicepresidenta de Vought era la única capaz de mantener a raya a Homelander. Sin limites, sin fronteras, sin enemigos, sin contrapeso ¿Qué podemos esperar de los 7 (o lo que queda de ellos) y su futuro?

Es evidente que la segunda temporada de la serie mantiene el tono y la forma de la confrontación contra la idea medular del bien de la cultura pop: la fama es una forma de bondad y una aspiración idealizada, mientras que el mal, un secreto mal guardado con el que buena parte de los que rodean a los Super deben lidiar. En especial, ahora que los chicos de Butcher, llevan entre manos el secreto que podría cambiar el curso de las cosas y dar un nuevo sentido a las capacidades extraordinarias de los grandes héroes mundiales. El haber descubierto que un héroe puede producirse, de la misma manera y en iguales condiciones que un material manufacturado con un objetivo promocional, puede llevar a límites insospechados la percepción del poder y los objetivos éticos, algo que la serie explora con mano firme en los capítulos de la nueva temporada. De modo que la gran pregunta de la nueva temporada es simple: si los héroes pueden crearse a conveniencia ¿Quien los hizo y con qué propósito? ¿Cual es el plan mayor?

Una temporada intensa y angustiosa

Por supuesto, The Boys no pretende hacer comentarios ni reflexiones especialmente elaboradas sobre la manera en que percibimos el reconocimiento, las relaciones de poder y la concepción de la identidad moderna relacionada con una perturbadora fórmula de éxito. Aun así, hace un inteligente hincapié en el hecho que la percepción de lo que consideramos con tanta ingenuidad “le bien” no es otra cosa que una serie de ideas mal hilvanadas, acerca de una cierta comercialización de ideales prefabricados. Esa cínica idea se sublima y se hace cada vez más resonantes en la segunda temporada de The Boys, en la que el culto a la personalidad, el control desde el asombro cultural y los imperios corporativos son más importantes que nunca.

Los chicos malos regresaron para demostrar que la ética, lo moral y la romántica percepción de la bondad no son más que elucubraciones sin importancia. Sólo que esta vez, nadie podría decir con exactitud quien es bueno y quien es malo. Para el capítulo número ocho de una temporada intensa y angustiosa, una sola queda clara: No hay héroes y los villanos, son quizás lo más real que podemos aspirar en mitad de una sociedad aplastada por sus propios medios.

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