Que la ficción bebe de la realidad es un hecho indiscutible de puro obvio, y su verosimilitud depende de ello. Solo si nos cuentan una historia en la que podemos reconocer el comportamiento de los personajes según nuestra experiencia en el mundo real, lo que sucede nos resulta creíble y al relato cumple con su cometido narrativo. Los hay que adaptan directamente acontecimientos verdaderos, y otros que se limitan a inventarse una trama pero sus autores incluyen ingredientes que han captado en algún momento de su vida. Y es lo que se propuso Ken Kesey para escribir Alguien voló sobre el nido del cuco (1962), la novela en la que se basa la oscarizada película del mismo nombre (Milos Forman, 1975) y a cuya villana reinventa la serie Ratched (Ryan Murphy y Evan Romansky, desde 2020).
El literato, que solamente llegó a publicar otras cuatro novelas, fue ordenanza durante el ingrato turno de noche en un hospital psiquiátrico de la ciudad californiana de Menlo Park. Allí tuvo la oportunidad poco frecuente de mantener conversaciones con los internos y de enterarse de cómo funcionaba una institución igual que la de Ratched, en una época de profundos cambios para los diagnósticos y las terapias psiquiátricas. E incluso llegó a consumir drogas psicoactivas en el proyecto MKUltra, puesto en marcha por la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos, la archiconocida CIA, en los veinte años que transcurrieron entre 1953 y 1973 para desarrollar sustancias y protocolos efectivos en interrogatorios; sin hacerle ascos a prácticas ilegales, desde luego.
La documentación de Ken Kesey para su obra más célebre era, por lo tanto, envidiable. No sabemos, de todos modos, si alguno de los pacientes de Alguien voló sobre el nido del cuco se inspira en aquellos a los que pudo conocer en Menlo Park, pero sí estamos seguros es de que Mildred Ratched, la enfermera controladora y desalmada a la que se enfrenta Randle Patrick McMurphy en el Hospital Estatal de Salem, se inspiró en la enfermera jefe con la que el novelista estuvo trabajando. Y se tropezó con ella mucho después en un acuario próximo a Newport, según explicaba David D. Kirkpatrick en The New York Times en mayo de 2001. “Era mucho más pequeña de lo que recordaba, y mucho más humana”, le dijo Kesey. “No sabía qué decir, si disculparme o qué. Fue un gran alivio para mí descubrir que ella no me lo reprochaba”. Y nosotros tampoco.