En realidad, no. Y cualquier espectador podría decirlo una vez que Cuties —que formó parte de la selección en competencia en Sundance 2020— comienza a relatar la forma en que Amy (la debutante Fathia Youssouf Abdillah) se encuentra en medio de lo que parece un irrefrenable impulso por la rebeldía y la necesidad de encontrar su individualidad.
Doucouré está lo suficientemente interesada en mostrar el mundo adolescente y su transición a la primera juventud, como para meditar acerca de la rebeldía y el miedo a los cambios irremediables en una extraña versión de la habitual rebeldía adolescentes. No obstante, la ambición de la directora es mayor que su habilidad para reflexionar sobre la raíz medular del cambio: la forma en que Amy se percibe a sí misma, a lo que le rodea y en especial a la cultura de la cual procede.
Como inmigrante senegalesa, Amy debe lidiar con el hecho que el mundo fuera de las puertas de casa es por completo distinto al enfrenta bajo el puño tradicional de su familiar. La figura de su madre (Maïmouna Gueye) le aterroriza desde toda la estatura de un estereotipo casi calcado a cientos de historias semejantes: una mujer esclavizada al hogar, a la maternidad y a las exigencias de un matrimonio en el que el deber lo es todo. Para la pre adolescente de once años, la posibilidad de ese tipo de devoción y sumisión es impensable, y la película sigue su agitado mundo exterior a través de una serie de símbolos que anuncian que la tensión entre la exigencia y lo que en realidad Amy quiere experimentar está a punto de llegar a su punto más álgido.
Pero como cabría suponer en un drama semejante, Amy está más interesada en lo que ocurre en la calle y en el cuarteto de “Cuties”, un grupo de chicas en apariencia descaradas que son todo lo que desea ser y que encarnan de una manera u otra, la aspiración de transgresión que puede imaginar desde su inexperiencia.
La cámara se toma un momento para contemplar desde cierto aire radiante los saltos, puños al aire y gritos de “libertad” del grupo de baile y el argumento, se esfuerza por mostrar el contraste. Amy, en el centro de ambas cosas batalla por cómo puede por encontrar una forma de complacer esa implacable necesidad de rebelión.
En manos más hábiles o quizás experimentadas, la película habría encontrado un equilibrio entre la versión doméstica de la vida corriente y la idealización radiante de Amy, estudiante de sexto grado recién llegada a Francia y con toda la intención de encontrar en el nuevo país un mejor reflejo de todo lo que aspira. Porque Cuties, en toda su esforzada revisión de la búsqueda de la individualidad temprana, no es otra cosa que una épica simple sobre los rudimentos de la moral en contraposición a una audacia ingenua. O parece serlo: Doucouré no las tiene todas consigo al momento de definir el tono de su película y tampoco parece del todo segura hacia dónde dirigir sus esfuerzos narrativos.
¿Es Amy la encarnación de esa búsqueda de espacios propios que todo adolescente lleva a cabo o de la impaciencia por encontrar su lugar cultural? Doucouré no llega tan lejos y Cuties muy pronto se revela demasiado ambiciosa para la poca sustancia que la historia muestra, con un esfuerzo desordenado y poco creíble por dialogar con temas profundos, que son una excusa para la habitual épica diminuta entre los extremos. Para la directora, los matices de grises que podrían mostrar las infinitas variaciones de la percepción sobre la identidad no existen: entre el blanco y el negro, la película va de un lado a otro con torpeza.
Sus personajes son puro contraste y en especial, una línea muy marcada entre una exploración de la tradición como lastre y de la rebelión interior. Pero ninguna de las ideas que Doucouré plantea tiene la suficiente belleza, sutileza o poder como para crear una tensión real. Solo son imágenes, traspuestas una después de otra sin que la directora explique el motivo por el cual están concatenadas de esa manera o hacia dónde conducen.
Cuties está basado en el documental ganador del Cesar y Sundance del 2016 Maman (s), en el que la directora aborda los mismos temas que en su primer largometraje pero con mayor inteligencia y conciencia sobre la importancia de la sutileza argumental.
Tanto el corto como el film comparten una mirada hacia un feminismo temprano construido a la medida para la crítica de un sistema de creencias y una educación tradicional, que resulta tan castrante como doloroso. Pero en Maman (s) hay una mayor precisión en el desempeño: con unas pocas tomas, Doucouré logra narrar el resentimiento, la desazón y la angustia juvenil de una niña que debe sufrir los rigores de costumbres que no entiende del todo, pero que signan su vida desde el sufrimiento que comparten con su madre.
En Cuties esa tensión se disuelve y se hace una excusa para explorar pequeños fragmentos de información mal ordenados. La mirada de Amy es solo la de un personaje circunstancial, que desea demostrar cuánto desea liberarse de los vínculos con las pequeñas trampas culturales que la agobian, pero no sabe cómo hacerlo. Doucouré utiliza trucos baratos e incómodos, como el maquillaje excesivo o que una de sus pequeñas rebeldes confunda un condón con un globo para reinterpretar la inocencia, la pérdida de la esperanza y algo más semejante a la desobediencia como un mensaje, sin lograr otra cosa que un notorio desorden narrativo.
¿Eran reales las acusaciones acerca que la película es una apología a la pedofilia, tal y como se insistió durante semanas? En realidad, la película juega con la provocación y posible escándalo para mostrar algún punto no muy claro, sin que sea un manejo torpe de temas de una considerable seriedad. De hecho, en cierto punto la película apela a lo místico e incluso a lo misterioso para sostener un mensaje confuso que jamás termina de encajar en ninguna parte.
En todo momento, Cuties parece consciente de su incapacidad para narrar una historia más allá de la promesa de un escándalo perturbador: en una de las escenas, el grupo de niñas amenazan a un policía que “llamarán a sus abogados”, y le acusan de pedofilia cuando intenta detenerlas por entrar en una sala de juegos. Así de insustancial, ligera y carente de peso emocional es esta supuesta reflexión sobre la adolescencia, la sexualización de la niñez y, en última instancia, la búsqueda de una identidad a través de los pequeños pasos trascendentales hacia el mundo adulto.