En Sputnik, del director Egor Abramenko, todo sucede fuera de cámara. La historia se sostiene sobre la posibilidad de un misterio que se muestra de a poco y no se prodiga en revelarse. Por supuesto, esta película inquietante, tensa y bien pensada es un recorrido por la transformación, tanto interna como externa de los personajes.

Se trata de un juego arriesgado: durante los últimos años, las películas sobre fenómenos especiales que se salen de control, monstruos abisales e incomprensibles, secretos a medio confesar y gobiernos que se esfuerzan por ocultar lo temible, tuvieron un auge tan contundente que terminaron por erosionar de una u otra manera, la noción del misterio más allá de nuestro mundo.

Desde la saga Aliens y su irregular recorrido por toda su línea temporal, la magnífica Moon de Duncan Jones (2009), intentos menos exitosos como Apollo XVIII (2011) de Gonzalo López-Gallego, hasta la reciente The Vast of Night de Andrew Patterson, la concepción del peligro elemental del espacio y sus posibles misterios se ha convertido en una reflexión sobre la finitud humana y en especial, nuestra incapacidad para entender lo que aguarda en la oscuridad de lo desconocido.

La película de Abramenko juega con la idea, pero en esta ocasión en lugar de una tripulación aterrorizada o un grupo acosado por una presencia misteriosa, el guion asume la concepción sobre la incertidumbre desde un punto sencillo: el hecho que lo que puebla el espacio es peligroso y lo será, incluso si las intenciones con tratamos de entender sus secretos son del todo inocentes.

Sputnik, el peligro está en lo que no se ve

La primera secuencia deja en claro que el peligro está afuera, en algún lugar entre el espacio y las aspiraciones del hombre por comprender la inmensidad que le rodea al borde de lo conocido. Ambientada en el año 1983, dos cosmonautas rusos están a punto de regresar a la Tierra, cuando algo roza la nave espacial en que viajan.

El recurso es manido, muchas veces repetido — Daniel Espinosa lo explotó con relativo éxito en Life de 2017 — pero la sensación general es que no se trata de una primera pista sobre lo que vendrá después. No hay dudas de que ambos hombres serán atacados o tendrán que enfrentarse a algo más temible e inquietante.

Lo que la película plantea — y lo hace con un inteligente juego de cámaras que permite reproducir lo terrorífico con dos o tres escenas bien resueltas — es que el misterioso es en realidad un riesgo latente, lo cual enriquece la premisa y la aleja de la sensación que el terror es inminente y prosaico.

En realidad, Abramenko va por un camino más complicado: el peligro está en lo invisible, en la amenaza que sostiene lo que se anida en la incertidumbre. Cuando un jinete kazajo encuentra los restos de lo que seguramente fue la nave especial y ahora es un montón de trozos humeantes, la narración no aumenta la tensión, sino que observa con tétrica curiosidad a las víctimas de lo ocurrido, lo que sea que haya sido.

Los cadáveres de los cosmonautas también están allí, o al menos el de uno de ellos, que muestra un enorme agujero en el cráneo. El segundo a bordo Konstantin (Pyotr Fyodorov), está vivo, aunque nadie puede explicarse cómo ha podido salvarse en medio de una catástrofe semejante.

Por supuesto, Sputnik se localiza en la Unión Soviética: todo se maneja desde el secreto y la represión. Konstantin es llevado a una base militar en la que se le interroga una y otra vez. No recuerda qué ocurrió en la nave ni a su compañero. Pero, sobre todo, no puede dar explicación acerca de algo aún peor: el cosmonauta vive cada noche una experiencia terrorífica, que convierte a su cuerpo en el receptáculo de una criatura que abandona y regresa a su cuerpo, en un ciclo malsano que es incapaz de explicar y mucho menos comprender.

Más preocupante aun: la víctima comienza a perder los hilos que le unen a su identidad para convertirse en algo por completo incomprensible.

Sin novedad, pero sí un soplo de aire fresco

Claro está: una mirada semejante al miedo y a lo inexplicable, no es nueva. Lo que sí es por completo novedoso es la forma en que Abramenko asume la región en sombras del miedo a lo desconocido — emparenta la percepción del cosmos como inmensidad inexplicable con lo que le ocurre al cosmonauta — y, además, el riesgo de que lo que sea que esté ocurriéndole a Konstantin, pueda ser el principio de algo más.

¿Qué otra cosa puede ser? Nadie lo sabe y cuando la psicóloga Tatyana Klimova (Oksana Akinshina) llega a la base a petición de un lacónico coronel (Fyodor Bondarchuk) para tratar de comprender el fenómeno, queda claro que el estamento militar ruso, los grandes hombres al poder y los científicos que le precedieron, no tienen un solo indicio de lo que ocurre.

Como si todo lo anterior no fuera suficiente, Abramenko usa el clima paranoico soviético para crear la sensación de amenaza perpetua, que se suma al hecho que algo acecha aunque no se sepa bien el qué.

Podría ser la criatura, pero también, los militares que planean hacerse del monstruo misterioso para su beneficio. O el propio Konstantin, cada vez más débil, furioso y consumido, además, por lo que sea que vive en su cuerpo. Gran parte de Sputnik se basa en la sensación inquietante que la atmósfera conspirativa va en aumento y de pronto, las conversaciones entre Konstantin y Tatyana — una especie de Lecter y Clarice Starling separados por un secreto en lugar de un cristal — se hacen parte de la concepción del miedo como un hecho humano, deliberado, temible y violento.

Sin duda, Sputnik no es una obra redonda: el guion flaquea en ocasiones y hay algunas visiones dudosas sobre el miedo como ente vivo, pero, aun así, es potente y brillante la mayor parte del tiempo.

Al final, la simplicidad parece ser su principal atractivo y por extraño que parezca, su mayor desafío al momento de narrar una idea sencilla de manera original y poderosa.