Perry Mason es una historia de detectives en mitad de los años 30, lo que la convirtió de origen, en un riesgo en medio de la multitud de producciones en una época en especial prolífica para las series de televisión. De hecho, al momento de su estreno, hubo una discreta polémica acerca de la necesidad de traer a la pantalla chica, la historia de un personaje que tenía todo para parecer pasado de moda. No obstante, el gigante de las cableras demostró que no sólo el detective abogado tiene mucho qué decir aun, sino que la historia puede convertirse en el gran suceso de este atípico 2020.
La serie cierra como un éxito de crítica y de audiencia: por un lado, la historia meditada, visualmente impecable y con un guion poderoso, terminó por conquistar incluso a los espectadores más incrédulos. El Perry Mason del nuevo milenio es un hombre lleno de grises, tantos como las cuidadas escenas que la luz ilumina a medias a los personajes, los lugares y de vez en cuando, las intenciones. Matthew Rhys logró en ocho episodios crear no sólo un personaje creíble, sino además, una criatura inquietante en medio del panorama seriéfilo de la actualidad: El personaje es poderoso, con una cierta cualidad inconmovible pero también, es la quintaesencia del cinismo: “Todos son culpables” parece ser su frase favorita. La misma que define el ritmo y el tono del show.
Desde su primer capítulo desconcertante, la larga investigación a la periferia de un Hollywood que apenas se insinúa y su gran final sorprendente, construido con una meticulosa capacidad para incomodar y asombrar, Perry Mason completa con éxito el ciclo que empezó desde su primera escena: este morboso y sangriento Mason, más detective que abogado, en medio de un argumento que explota lo visualmente grotesco en beneficio de algo más elaborado y brillante, estaba destinado desde su primera aparición en pantalla a luchar no sólo contra la filosofía hastiada de la época que representa, sino encarnar las infinitas graduaciones del mal.
Y lo logra, con una representación escalofriante de las grietas de la ética, el poder y la bondad contemporánea, todo en medio de un escenario cuidadoso que no sólo brinda contexto — y uno especialmente pulcro — sino también, se cuestiona con franqueza sobre nuestra capacidad para entender la identidad de una época en la que el mal es la necesidad de sobrevivir. Con su espíritu de cine negro, pero en especial, su profunda cualidad para el engaño, Perry Mason demostró que hay vida más allá de las grandes alegorías sobre la bondad y la maldad, los monstruos atípicos y los argumentos enrevesados de una televisión empeñado en lo posmoderno.
Perry Mason: esa ligera oscuridad en medio de puntos de luz casi invisibles.
En Perry Mason todos mienten. Clientes, policias, testigos y detectives. Lo hacen por razones personales, sin otro interés que socavar la idea de lo creíble. La serie tomó la percepción básica del género noir y lo llevó a una nueva dimensión, en la que la credibilidad se sostenía sobre las decisiones de un Mason descreído y cansado, un veterano de la Primera Guerra Mundial escéptico, herido, aunque no del todo cínico. El personaje atravesó su primera temporada a través de cuidadosas redes de engaño y manipulación, que el argumento del programa usó como una conexión entre sus personajes, las ideas que cada uno simbolizó y al final, una redención absurda que no llega a mostrarse del todo.
Otro de los grandes aciertos de este Perry Mason creado a la medida de un mundo en que no existe una honesta mirada sobre la ley y su imperio, es que el detective se aleja del centro del foco de interés — Hollywood, las grandes revelaciones — y remonta un recorrido doloroso por la periferia. Mason es el ojo privado, que conoce todos los trucos y que además, está en busca de una forma de traducirlos hacia algo más elaborado, misterioso y temible. El nihilismo helado de los años ’30 — en las que todos eran sospechosos hasta que se demostrara lo contrario — regresó a la televisión con mayor poder y éxito que nunca.
Para su final, Perry Mason deja una estela de escenas memorables y además, la sensación que los escritores Rolin Jones, Ron Fitzgerald y Kevin J. Hynes encontraron el punto medio entre el cinismo y una búsqueda de redención tardía, que el duro pero al final conmovedor Perry Mason logra sostener sobre sus hombros firmes. Un personaje que acaba de entrar a la historia de la televisión gracias a una historia en la que nada es lo que parece y en la que el temor, es todo menos una percepción sobre la verdad. “Nadie confiesa en el estrado” dice uno de los personajes, explicando lo que piensa como el centro medular del programa “Nadie confiesa en el estrado”. Una mirada curiosa hacia la oscuridad que se convierte quizás en una de las mejores historia del año.