El realizador Joel Schumacher, conocido por Batman y Robin, The Lost Boys y Falling Down, murió hoy a los ochenta años de edad, luego de un año de luchar contra el cáncer. El director deja a su paso una extrañísima filmografía, llena de todo tipo de de experiencias visuales y argumentales. Desde la experimentación, la osadía y un extraño sentido de la polémica, Joel Schumacher se convirtió en uno de rebeldes del cine actual.

Fue el hombre que tradujo la furia del ciudadano promedio norteamericano, a través de un Michael Douglas con el cabello cortado a cepillo y los brazos cargados de armas. También, el que imagino a los vampiros como adolescentes malcriados y al final, cometió el sacrilegio de poner pezones al respetable traje del cruzado de la capa de Gotham. Joel Schumacher llevó la experimentación, la burla, la crítica y un sentido del sarcasmo cultural a un nuevo nivel. Con su muerte, a los 80 años víctima de un agresivo cáncer, el cine pierde a uno de sus realizadores más extravagantes y arriesgados. Como una de las primeras figura de Hollywood en declarar sin tapujos su orientación, también se convirtió en símbolo de un tipo de cine, profundamente extraño y en ocasiones político a su pesar. 

Joel Schumacher comenzó su carrera en el cine como diseñador de vestuario (Play It as It Lays de 1972, The Last of Sheila de Herbert Ross (1973), Blume in Love (1973) de Paul Mazursky, Sleeper de Woody Allen (1973) e Interiores (1978) y 1975 adaptación de Neil Simon El prisionero de la Segunda Avenida), pero pronto y en especial gracias a su talento para el guion y el discurso visual, llegó a sentarse en la silla del director. En 1974 dirigió el film para televisión Virginia Hill, también coescribió y protagonizó Dyan Cannon, y también para televisión Noche de aficionados en el Dixie Bar and Grill, del 1979, en la que también tuvo créditos como guionistas.

El éxito le llegó pronto: en 1985, dirigió la película de culto sobre la pérdida de la inocencia y la novedad del mundo adulto St. Elmo’s Fire, que además coescribió. La película se convirtió en un inmediato éxito de taquilla, que además consagró en la pantalla grande al llamado Brat Packers, que incluía a Rob Lowe, Emilio Estevez, Ally Sheedy y una debutante Demi Moore como protagonistas de una historia de amor, fraternidad y desencanto que rápidamente, cautivó a la generación de finales de la década. Joel Schumacher aseguró que la película no sólo le permitió explorar la juventud desde una perspectiva pesimista, sino a la vez, reflexionar sobre la redención de los “pequeños pecados juveniles” desde una óptica divertida.

Algo del tema, está también en su siguiente gran éxito: The Lost Boys fue la reinvención del clásico vampiro, en una pandilla de adolescentes rebeldes. No sólo se trató de un triunfo de imaginación, buen hacer guion y una más que audaz concepción sobre la inmortalidad y lo temible. La película se convirtió en un clásico instantáneo y lanzó a la fama a su jovencísimo elenco, que incluía a Jason Patric, Kiefer Sutherland, Corey Feldman y Corey Haim. Y aunque la mayoría de los críticos no comprendieron a cabalidad la combinación entre la figura del vampiro y el poder oscuro de los primeros terrores y deseos de la adolescencia, el éxito en taquilla encumbró al director como uno de los más solicitados de Hollywood

Una mirada a lo inquietante

A pesar de sus guiones tramposos, llenos de guiños levemente sarcásticos sobre la vida moderna y la sociedad de consumo, Joel Schumacher estaba obsesionado con la incertidumbre y en ocasiones, con el miedo. En 1990, escribió junto a Peter Filardi el guion de la escalofriante Flatliners, en la que un grupo de médicos intentaba comprender la oscuridad más allá de la muerte a través de la ciencia. Con un elenco que incluía a buena parte de la lista A de Hollwyood — Julia Roberts, Kiefer Sutherland, Kevin Bacon, William Baldwin — Schumacher pareció encumbrarse no sólo como un director capaz de lograr éxitos de mediana profundidad, sino también, uno que podía tomar riesgos argumentales lo suficientemente intrigantes como para dejar impronta propia. 

A medida que su carrera se hizo más prolífica, fue evidente que Joel Schumacher tenía una amplia curiosidad por todo tipo de temas: desde el remake del éxito francés Cousine protagonizado por Ted Danson e Isabella Rossellini, hasta la sentimental Dying Young, con Julia Roberts y Campbell Scott, el director logró explorar y analizar todo tipo de percepciones sobre la identidad y en especial, sobre la madurez en lo que pareció un despliegue de un talento versátil para películas que en apariencia, parecían una mirada más o menos profunda sobre temas complejos. 

Pero en 1993, el director demostró todo lo que podía dar en la formidable Falling Down, en la que Michael Douglas encarnó a la frustración, la ira y la violencia del norteamericano promedio, en una de las película más desconcertantes de la década. El argumento causó revuelo en Cannes —en donde fue presentada— y cautivó a los críticos, que a pesar de sus reticencias por la marcada influencia pop de su director, aclamaron su dura mirada sobre la cultura estadounidense. Incluso el El New York Times, habitual crítico del director, llegó a publicar que la película “ejemplifica un tipo de película pop estadounidense por excelencia que, con habilidad e ingenio, transmite actitudes estereotipadas y al mismo tiempo las explota con un efecto insidioso. Falling Down es deslumbrante, casualmente cruel, moderna y sombría. A veces es muy divertida y también, desagradable en la forma en que manipula los sentimientos más oscuros”.

Encumbrado en el éxito de la película, Joel Schumacher continuó un sólido trayecto de éxitos con The Client, basada en una novela de John Grisham. Para entonces, era considerado uno de los iconos de un buen cine, que combinaba la solidez con una interesante economía de recursos argumentales y visuales. Entonces, llegó el desastre. 

El cruzado de la capa y el color neón

Schumacher fue el siguiente director en ocuparse de la franquicia de Batman, luego que Tim Burton abandonó la silla. Para entonces, parecía una combinación infalible: uno de los directores más taquilleros de Hollywood se ocuparía del universo de un personaje que no sólo se había convertido en un icono en pantalla, sino también una de las franquicias más rentables de la pantalla grande. Después del estilo gótico, tétrico y aprensivo de las dos películas previas, la llegada del realizador anunciaba un cambio de rumbo no sólo en el argumento sino también, en la forma de comprender a la saga del superhéroe.

La primera película de la franquicia bajo la mano de Joel Schumacher sorprendió al público y a la audiencia. Estrenada en 1995, Batman Forever con Val Kilmer bajo la máscara, se convirtió en un resonante éxito de taquilla: recaudó más de $300 millones a nivel mundial y se convirtió en uno de los eventos cinematográficos del año. Con su elenco de estrellas — Tommy Lee Jones, Jim Carrey y Nicole Kidman — el film además, renovó por completo el universo de Batman y le brindó una ritmo frenético que resultaba desconcertante, después de la meditada versión de Burton. Hubo algunas críticas, pero la gran mayoría de los espectadores quedaron asombraros por el resultado en pantalla y la promesa de profundizar en el mundo color neón del director. 

Pero en 1997, Batman y Robin no solamente se convirtió en el primer, mayor y definitivo fracaso de taquilla de Schumacher en la gran pantalla, sino una de las más extrañas circunstancias de la historia del cine. La película acentuó el enfoque camp de la anterior y también, un aparente sustrato homoerótico que provocó que el film fuera criticado no sólo a nivel estético, sino también argumental. Con un guion blando, por momentos sin sentido y una puesta en escena estrafalaria, al final, terminó convirtiéndose en un desastre de proporciones colosales que arrastró la carrera del director consigo.

Entre ambas películas, Joel Schumacher aún tuvo tiempo de dirigir la sólida A Time to Kill, con un interesante elenco que incluía a Samuel L. Jackson, Kevin Spacey, Sandra Bullock, Ashley Judd y a un joven Matthew McConaughey y que se hizo interesantes preguntas sobre el racismo, la ley y la cultura norteamericana. No obstante, el monumental desastre de Batman y Robin, terminó por destruir cada una de las tentativas del director por encontrar de nuevo a su audiencia. Después de la duología Batman dirigió el thriller 8MM, con un disparatado Nicolas Cage, que de nuevo sólo obtuvo críticas directas al “mal manejo de la tensión y el ritmo” del director. 

En el ’99, volvió a la silla del director con Flawless, con el dúo Robert De Niro y Philip Seymour Hoffman, que a pesar de sorprender a la audiencia con su extraño argumento —la amistad de un policía homófobico y una drag queen— no logró despegar en taquilla. Lo mismo ocurrió con “Tigerland”, protagonizada por un joven Colin Farrell, aunque el thriller del 2002 Phone Booth, también protagonizada por el actor irlandés y Kiefer Sutherland, logró despertar cierto interés en el público y en la crítica. 

Después vendrían Bad Company (con Anthony Hopkins y Chris Rock) Veronica Guerin, protagonizada por Cate Blanchett, el thriller de Jim Carrey The Number 23 y Trespass, ninguna de las cuales llegó a obtener los resultados en audiencia e impacto cultural de sus primeros trabajos. Más recientemente, Joel Schumacher dirigió algunos episodios de series de televisión (incluyendo un par en el éxito de Netflix House of Cards). 
Con su habitual humor retorcido y capacidad para el escándalo, Schumacher no se arrepintió de ninguna de sus locuras, delante o detrás de las cámaras. En el 2006, bromeó con Bárbara Walters sobre el escándalo de los pezones en el traje de Batman. “Siempre le imaginé como gay” declaró, como si el fracaso y el éxito (esa línea que dividió su carrera en dos partes), fuera otro de sus crueles chistes en pantalla. 

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