El mundo del cine está obsesionado con la guerra como hecho histórico y también como una versión de la realidad que refleja lo más recóndito de la naturaleza humana. La revisión del tema es el trasfondo más significativo en varias de las películas emblemáticas de los últimos años — 1917 de Sam Mendes es un ejemplo cercano — pero además, también es un recorrido meticuloso por un de violencia total y colectiva que el séptimo arte desmenuza como un contexto fatalista.
El director ruso Kantemir Balagov mezcla ambas cosas en el que quizás es uno de los films más duros y elocuentes sobre el tema de la década: en Beanpole la guerra terminó, pero sus secuelas son una parte inevitable de la vida de sus personajes. Como heridas mentales y físicas que se manifiestan desde una perspectiva de enorme dureza.
El argumento pone en tela de juicio la capacidad del mundo para entender la envergadura de la guerra como suceso único y se cuestiona la posibilidad que los sobrevivientes puedan asumir el peso del trauma en contraste a la vida común.
Las grandes preguntas del cine bélico
En el contexto de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial en una Rusia devastada, empobrecida y sometida a un régimen tiránico, el guion tiene el buen tino de reflexionar sobre el hecho del sufrimiento multitudinario que el conflicto bélico causó a nivel mundial. Y hacerse las preguntas correctas sobre cómo la violencia es de hecho una ruptura irremediable en la vida de quienes la sufren.
A pesar del contexto histórico que le rodea, Beanpole se toma la libertad de reflexionar sobre los sucesos colectivos y su presión sobre el individuo, con una mirada inteligente que convierte el planteamiento en atemporal. Podría tratarse de cualquier guerra, en cualquier época.
El dolor, el miedo y el trauma añadido a los que no murieron pero deben lidiar con la muerte de un modo u otro forma parte de algo más grande y general, que el director observa desde la periferia, a través de una maestría visual que resulta asombrosa por su delicadeza y poder simbólico.
Víctimas de un evento mundial a gran escala, las vivencias de dos amigos — unidos y después sometidos a las presiones inmediatas de la guerra que finaliza — son el reflejo del absurdo de la guerra, cualquiera sea el campo de batalla en el que se libre. Balagov está profundamente interesado en la posibilidad de construir una relación entre el sufrimiento íntimo y algo mucho más visible, hasta convertir los paisajes y entornos que rodean a los personajes en cajas de resonancia para mostrar sus dolores.
La belleza de los peores momentos
Desde las imágenes de los que languidecen en los hospitales — hay una belleza terrorífica en los cuerpos delgados, envueltos en sábanas blancas que miran a la cámara con ojos vacíos —, hasta la percepción del director de la guerra como un espacio sin tiempo ni forma, Beanpole intenta mostrar los estragos del horror que subyace bajo lo obvio.
Las señales de lo ocurrido están allí son notorias y muchas veces crueles, pero lo más temible es lo que se esconde bajo las densas capas de invisible sufrimiento. Como buen director fotografía que fue y aun es en cierta manera, Balagov toma decisiones brillantes para utilizar las imágenes de forma elocuente y precisa, para narrar un relato de pocos diálogos.
La luz baña dorada y cálida los espacios en los que hay el atisbo de la esperanza, pero las sombras se esparcen con siniestras lentitud cuando el tono y el ritmo de la película cambian.
Poco a poco, la percepción sobre los espacios y su relación con quienes los habitan crea una interesante tensión argumental a la que Balagov saca un considerable provecho. Sus largos planos de los edificios comunales en ruinas, la forma en que la cámara sigue de un lado a otro a los transeúntes — aturdidos y sacudidos por un vacío interior inquietante — hacen de la película una mezcla de belleza y una tensa nostalgia que por momentos, resulta desconcertante.
Mucho más aun, cuando el director tiene la firme intención de retratar la fealdad y los rigores del miedo como pequeñas metáforas de considerable atractivo visual. De pronto, los lugares destruidos emergen como precisos símbolos de atractivo casi pictórico para narrar lo que ocurre tras la ciudad en escombros, destruida y aplastada por el miedo.
Bajo la mirada de Iya
La joven enfermera Iya y apodada Beanpole es el centro de esta noción sobre el pesar oculto. La actriz Viktoria Miroshnichenko brinda un raro sustrato de poder silencioso a esta mujer eficiente, al límite de sus fuerzas, pero también que parece sostener el peso del mundo sobre sus hombros.
Balagov parece tener un especial interés en que el personaje se convierta en la esencia del análisis de esa herencia histórica de estoicismo tan asociada al pueblo ruso, una connotación tenaz sobre la posibilidad de la supervivencia incluso en medio de la desesperanza.
Una y otra vez, el director acomoda los elementos del guion para favorecer la plenitud y la concepción sobre lo que somos y en especial, la forma en que percibimos la destrucción del mundo tal y como lo conocemos.
Para Balagov, la guerra es algo más allá de las balas y el sonido de la metralla: es quizás el silencio de los hospitales atestados de pacientes que se recuperan con triste lentitud, las calles rotas en las que brotan flores entre las grietas. El Sol endeble y manchado de humo. El director utiliza la cámara como una reflexión inmediata sobre la sensibilidad — la perdida y la que se intenta recuperar — lo que convierte a Beanpole en un trayecto de enorme belleza incómodo por un tipo de horror anónimo.
En busca de lo invisible
Ambientada en Leningrado —actual San Petersburgo— durante los últimos meses de 1945, Beanpole utiliza el contexto del espacio convertido en método de supervivencia y también el símbolo de lo femenino para narrar una historia con capas de significado, que a medida que transcurre descubren un núcleo en la que todos los horrores de los conflictos bélicos convergen en una única mirada angustiada.
En manos menos hábiles, algo semejante podría ser un trayecto genérico hacia imágenes recurrentes sobre lo bélico, pero Balagov logra crear un punto de vista de desolada belleza sobre las ruinas después de la batalla.
Mientras la mayoría de las películas sobre la guerra se afanan por reflexionar sobre el conflicto como línea medular de algo más grande, Beanpole escoge recorrer el lado contrario hasta encontrar un silencio en lo pequeño y lo casi invisible. Llena de escenas atroces —Balagov convierte a la violencia en una mirada lírica al horror— y también, de reflexiones sobre el amor, el tiempo, el sufrimiento, la perversidad y al final, los matices del mal, la película es un homenaje a la trascendencia histórica del sufrimiento como elemento colectivo.
Un recordatorio sobre lo que llevamos a cuestas, lo que forma parte de nuestra historia como cultura y en especial, el recorrido de cada sociedad hacia cierto tipo de redención casi implacable. Al final, antes o después, la guerra es un peso que se lleva a cuestas ya sea en mitad de las batallas o en los silencios que vienen después.