En una de las escenas de la película El hombre Invisible, de Leigh Whannell, Cecilia (Elizabeth Moss) mira fijamente hacia una pared vacía mientras tiembla de miedo. Carente de todo sonido, a no ser por la agitada respiración del personaje y la crítica sensación de que el peligro que la amenaza, está a punto de volverse por completo incontrolable.
El sencillo recurso del silencio se repetirá varias veces en este efectivo thriller, que no solo bebe de la mitología de uno de los monstruos más curiosos del cine, sino que agrega un desconocido elemento de terror puro basado en un juego milimétrico de insinuación y pequeñas trampas de suspenso, que terminan por sostener con facilidad y buen tino la atención del espectador.
De hecho, el gran triunfo de la película de Whannell es explorar con cuidado, y con matices originales, la premisa que ha sostenido a la figura de este villano inquietante a lo largo de las décadas: a diferencia de los vampiros, hombres lobos y otros monstruos, el mal en el hombre invisible no procede de sus poderes ni mucho menos de su naturaleza, sino la forma como su capacidad adquirida cambia y transforma la psiquis del personaje.
Como si se tratara de la historia de un villano de historietas —que, en cierta forma, lo es —El Hombre Invisible se sustenta en la gran incógnita sobre lo que ocurriría con el comportamiento de cualquier al tener la posibilidad de la absoluta libertad de hacer lo que desea, sin ser descubierto. ¿La maldad proviene de las restricciones de la sociedad o de algo más profundo que se enlaza directamente con la naturaleza humana? De hecho, la película de Whannell se plantea la pregunta varías veces y nunca ofrece una respuesta, lo que hace al sencillo pero sólido argumento mucho más inquietante.
El proyecto parte de una simplificación de lo que fue la iniciativa de crear un universo oscuro cinematográfico contemporáneo para revivir a los clásicos de Universal. Pero a pesar de no contar con el empaque lujoso de una superproducción, El Hombre Invisible juega con propiedad e inteligencia sus pocos recursos para crear una atmósfera que, desde las primeras escenas, deja claro que no se trata de la enésima versión del monstruo imparable en contra de una víctima afligida, sino algo mucho más complejo, humano y quizás, sin duda, más cercano a los orígenes de la idea de un tipo de libertad desinhibida y cruel.
La secuencia inicial de la película deja en claro que, en esta ocasión, la amenaza sobrepasa la idea del hombre sin rostro y se sustenta sobre un extraño vínculo con el dolor, miedo y algo más tortuoso. Cuando Cecilia (interpretada por Elizabeth Moss con una tensión emocional contenida que asombra por su efectividad) se levanta de la cama en la que duerme Adrian (Oliver Jackson-Cohen) es evidente que el guion tiene mucho mayor interés en el trasfondo de la monstruosidad latente que en la posibilidad de lo sobrenatural.
De hecho, el director juega con propiedad y enorme sofisticación con el hecho del peso real del sufrimiento de Cecilia, en contraposición con la crueldad apenas sugerida de Adrian, que aún no es invisible, pero si lo suficientemente peligroso como crear una creíble atmósfera de peligro.
De modo que el argumento engloba algo más que lo inexplicable para basar su contundencia: el Adrian de Jackson — Cohen es una criatura despiadada, abusiva y controladora que llena la casa que comparte con Cecilia de cámaras y de la sensación omnipresente de amenaza.
Para cuando finalmente el personaje “desaparece” — y el término abarca algo más que lo obvio — Cecilia parece encontrar cierta estabilidad después de años de una convivencia tortuosa y violenta. Y es quizás esa engañosa premisa lo que hace que el film de Whannell sea mucho más complicado y ambiguo de lo que parece a primera vista. A diferencia de la fallida Hollow Man (2000) en la que Paul Verhoeven despliega un carnaval de horrores con una sobreexposición del recurso de la invisibilidad como puerta abierta a todo tipo de comportamientos latentes en su personaje central, Whannell transita la dirección contraria y construye una atmósfera malsana alrededor de la idea de la amenaza, el peligro y lo que acecha en medio una latente sensación de sofisticado suspenso.
La tensión aumenta, y poco a poco es evidente que Cecilia está siendo observada y que también es parte de un juego tenebroso más duro y cruel de lo que nadie puede suponer.
Pero el gran acierto de la película es el hecho de que la invisibilidad de Adrian es un recurso utilizado con paciencia, buen gusto y sobriedad. La efectividad de la paranoia de Cecilia, la notoria angustia que plantea el hecho de intentar convencer al resto de las personas que le rodean que efectivamente algo está ocurriendo que carece de explicación, permite al director jugar con ángulos de cámara, juegos de luces y sobre todo, con la percepción de lo desconocido, lo que permite al argumento vincular la experiencia del espectador con lo que está ocurriendo — o no — en pantalla.
Son muy pocas las ocasiones en que el Whannell se permite utilizar recursos visuales para mostrar las cualidades y el violento comportamiento del monstruoso Adrian. En su lugar se decanta por largos primeros planos vacíos y el uso del sonido incidental para aumentar la posibilidad del terror como un hecho emocional extraño y por completo difícil de explicar.
Lo más interesante en el planteamiento de El hombre invisible es como Whannell cambia el foco interés de la trama para permitir a Elizabeth Moss — cuya actuación es una mezcla de fragilidad y fortaleza asombrosa — mostrar la existencia de Adrian a través de una actuación medida, física y realista que enfrenta la noción de lo desconocido con algo más espeluznante, relacionado con lo que no podemos ver y mucho menos, asumir como real. La cámara muestra la casa solitaria, habitaciones y pasillos en un recorrido cada vez más incómodo de la menor señal de la existencia de lo que sea que acecha y acosa a Cecilia. Todo trabajando como una ambigua trampa visual y sensorial que permite a Whannell construir un tipo de horror refinado que pocas veces podemos ver en la pantalla grande.
El hombre invisible moderniza de manera impecable el monstruo clásico, y además es un ejercicio de estilo lo suficientemente inteligente como para tener personalidad propia; algo complicado cuando se trata de un producto que el público conoce y que despierta ciertas expectativas. El trabajo de cinematografía de Stefan Duscio y el soundtrack de Benjamin Wallfisch construyen un recorrido estructurado bajo la premisa de acentuar los pequeños detalles que hacen de la película un cuidado escenario espeluznante. Tensa, pulcra y por momentos brillante, la nueva reinvención del viejo mito de cueva de Platon, toma una enorme relevancia y un lustre moderno que asombra por su eficacia.